Julio Quevedo, ballesterense de ley, fue el gran amigo de Rubén Juárez a lo largo de más de medio siglo. Se conocieron de chicos, por el parentesco de ambas familias en un patio del pueblo, para luego compartir viajes, recitales y, sobre todas las cosas, los días en que “el bandoneón blanco” volvía a su pueblo natal en busca del paraíso perdido
Julio Quevedo y Rubén Juá́rez, en Rosario, año 1976
La pared de su living es un verdadero santuario a la memoria de un ídolo y un amigo. En la foto principal, Rubén se abraza con Julio en una tarde de la memoria. Los dos están de traje, sonrientes en el pasillo de un camarín derrochando un optimismo inédito en las letras de tango. “Eso fue en Rosario en el año 70 porque ya estábamos juntos”, me sopla su esposa “Kuki” (Carmen Alvarenque), rosarina radicada en Ballesteros desde fines de los 60. Otra foto de la misma época los muestra con el cantante Jorge Valdez en una tanguería santafesina. Luego hay otras instantáneas. Dos de una boda mucho más cercana en el tiempo. Me acerco para verla mejor, y al lado de los novios (Rubén y Silvia) distingo a Julio en una versión casi idéntica a la del hombre que tengo al frente. “Es del segundo casamiento; porque Rubén se casó dos veces con la misma mujer”, me explica “Kuki”. Y agrega con una sonrisa pícara: “Los hombres como él tenían una forma muy especial de demostrarle su amor a una mujer”. Luego hay fotos familiares y en una aparece el “tío Julio” con los tres hijos de su amigo famoso: Lucila, Leandro y Leonardo. También un afiche de Juárez en blanco y negro abriendo el bandoneón como abría su corazón sobre el escenario, una nota enmarcada de El Diario del año 96 (“Tiempo de Lecturas”) donde el músico aparece retratado por la tinta de Nino Menardo. Y al final, un póster fabuloso que lo muestra inusualmente flaco, de camisa y chaleco y una dedicatoria con fibra: “A mis divinos ‘Kuki’ y Julio, los quiere, Rubén Juárez”, año 2000. Entonces le pregunto a Julio y en honor a esa pared, qué significó Rubén Juárez en su vida. “El hermano que no tuve, el amigo del alma que se fue pero aún está, el chico que conocí en un patio de Ballesteros hace más de 60 años y que ya cantaba y aún sigue cantando para mí”. Y Julio hace un largo silencio que felizmente interrumpe el timbre del almacén. “Kuki”, que nos acaba de servir un mate cocido con masitas, sale a atender. “Tomen tranquilos, chicos”, nos dice. Y entiendo que ya es hora de encender el grabador.
Julio y “Kuki” en su casa de Ballesteros. Detrás, la pared consagrada al recuerdo de Rubén Juárez
Patio de tango en la Pampa Gringa
-Contame entonces, Julio, de aquel patio…
-Era el patio de los Quevedo, y ahí nació mi amistad con Rubén. Porque los Quevedo éramos muy amigos de los Gauna y de los Juárez. Todos vivíamos cerca y cada vez que su familia venía al pueblo nos juntábamos. Ellos se habían ido a Buenos Aires porque el papá de Rubén, don Jorge, había conseguido trabajo en una cristalería de Sarandí. Y al poco tiempo, Rubén empezó con el bandoneón y tocaba para todos. Tenía 14 años y yo 20 cuando nos hicimos amigos y yo empecé a seguirlo. Siempre fui fanático a muerte, pero no sabía que iba a llegar tan lejos.
-¿Y cuándo lo supiste?
-En el 69, cuando fuimos a Punta del Este a instalar unos toboganes para la fábrica de Davico. Me acuerdo que estábamos laburando en una plaza cuando escuchamos un auto con un parlante: “¡El tango argentino, esta noche en Punta del Este! ¡Roberto Goyeneche, Raúl Lavié y Rubén Juárez!”. No lo podíamos creer. Paramos de laburar y les dije a los muchachos: “¡Toca Rubén! ¡Vamos todos!”. Al final sólo fui con “Quito” Barrionuevo. Imaginate que no teníamos un peso y estábamos durmiendo en una pieza con los colchones en el piso…
Rubén Juá́rez en revista Radiolandia 1974
-¿Y dónde tocaba?
-Era en un teatro cajetilla para el turismo. Así que le pedimos al tipo de la entrada “si podíamos hablar con Juárez”. Y nos dijo: “No los va a atender”. Pero yo insistí. “Dígale que somos unos conocidos de Ballesteros”. Así que el hombre va y a los cinco minutos aparece Rubén gritando desde el hall “¡Eh, Julito! ¡Entren! ¿Qué hacen ahí afuera?”, y nos ubicó en la primera fila. Fue un espectáculo bárbaro y cuando terminó se puso a jugar al metegol con “Quito”, como un chico. Eran las 5 de la mañana y la gente que pasaba decía “¡Miralo a Juárez!”. Lo invitamos a comer al otro día…
-¿Y tenían para pagarle el asado?
-¡Qué íbamos a tener! Pero le dijimos a Enrique Davico, que era nuestro patrón; y él, que era medio pariente de los Juárez, se pagó la carne. Conseguimos el pan, el carbón y pedimos una parrilla prestada. Y a eso de la 1 se apareció Rubén con una novia…
Y volviendo del almacén, “Kuki” completa la historia: “Esa novia era Haydée, quien luego fue su primera esposa. Después él se casó con Silvia (Tamagnone) y se separó. Luego salió un tiempo con María José Demare y después se volvió a casar con Silvia. A esa mujer, Haydée, la conocí en el velorio. Estaban sus tres mujeres llorando al lado del cajón…”.
Al fuelle de entrecasa en Ballesteros
Y Julio, retomando su relato, me dice: “Imaginate que estuvimos meta vino y bandoneón hasta las 3 de la tarde. Y Rubén lo abrazaba a Enrique y decía “¡Mirá el pariente que tengo!”… Después nos fuimos a la playa y a la noche ya estaba cantando de nuevo…”.
-O sea que tu amigo andaba bien con las mujeres…
-¡Siempre fue un ganador! Además, cuando era joven tenía un fachón impresionante. Una noche me llamó por teléfono a Ballesteros y me dijo “Julio, no lo vas a tomar a mal, pero voy a caer con una chica que no conocés, porque me separé”. Me quedé helado porque a Silvia la queríamos muchísimo y era de la familia. Eso me dolió. Pero a un amigo nunca se le dice que no. Así que lo fui a buscar a la ruta en una camioneta Chevrolet que tenía. Eran más de las 12 de la noche y se habían cortado todas las luces del pueblo. Me acuerdo que paró un expreso y se bajaron los dos. Esa mujer era la cantante María José Demare, hija del director de cine. Para fin de año volvieron al pueblo y también vino Silvia. Así que estaban los tres sentados acá con nosotros, como si nada…
-¿Qué significaba Ballesteros para Rubén?
-Creo que el pueblo era su refugio, el lugar donde se sentía tranquilo y se reencontraba con las cosas de su niñez. En Ballesteros, Rubén era uno más y nadie lo cargoseaba. Me acuerdo que nos levantábamos a las 9 y me decía: “¿Vamos a tomar un cafecito a la ruta?”, y nos íbamos en la Chevrolet. Pero cuando veía un conocido me decía “¡pará, Julito, que ahí va ‘Pucho’!”, y se bajaba a saludarlo. O lo cruzaba a Mario Nicosía y le gritaba “¡qué hacés, Marito!”. Después nos tomábamos el café en la estación de Nery Giovannini, que era fanático de sus discos. Y cuando entraba la gente de la ruta, Nery les decía “ese que está sentado ahí es Rubén Juárez, es de acá, del pueblo”…
El viaje que no tiene fin
–¿Y vos lo viste actuar muchas veces?
-¡Yo lo seguí a todos lados! Iba a Buenos Aires a verlo al bar Homero o al Caño 14. Pero generalmente era él quien me llamaba por teléfono y me decía “¡Julito, esta noche toco en Entre Ríos! Te paso a buscar a las 12, ¿querés?”. Y yo lo esperaba en mi casa o en la ruta con el bolso. Entonces paraba el auto, me abrazaba y me decía: “Vos siempre con el bolsito, ¿eh?”. Siempre estaba con uno o dos músicos y yo me quedaba en el hotel con ellos. Después nos íbamos a Buenos Aires y yo paraba en su casa de calle Olazábal. Había una camita que siempre me armaba la Silvia, como él la tenía acá…
-¿Y qué hacían en esos viajes?
-Hablábamos todo el tiempo del pueblo. Me preguntaba por la gente que él conocía. Se interesaba mucho por “Pucho” Salgado y “el Negro” Antúnez. Hubo una época en que quiso recuperar la casa donde nació, pero al final no pudo. Creo que eso le hubiera hecho muy bien, porque el pueblo lo sacaba de la noche. El nunca se pudo ir del todo de Ballesteros. Imaginate que cuando terminaba un tango y lo aplaudían, él gritaba: “¡Viva Ballesteros, carajo!”, con la copita de whisky al lado…
-¿En Buenos Aires no se cuidaba?
-¡Para nada! Llevaba una vida de mucho trasnoche y su debilidad era el whisky. Me acuerdo de que su primer representante, Horacio Quintana, no quería que tomara. Pero al final no lo pudo manejar más. La vida del bohemio es así; cuando yo lo iba a ver a “Homero”, había ocho o 10 cantores que lo esperaban a la salida. Entonces trancaban la puerta, ponían un frasco de whisky al medio de la mesa y se quedaban a cantar hasta las 8. La famosa “recalada”. A eso de las 4 yo no daba más y le decía: “Me voy, Rubén”. Y él: “¡Pero qué te vas a ir, Julito! ¿No ves que te van a asaltar? ¿O te creés que estás en Ballesteros?”. Después nos volvíamos a las 10 y Rubén dormía todo el día. Y a la noche volvíamos a empezar de nuevo. Esa vida era todas las noches, de lunes a lunes…
-¿Y la comida?
-Era impresionante lo que comía. Hubo un momento en que había engordado mucho y fue a rehabilitación, donde hizo dieta y bajó un montón… Pero el whisky y la comida eran su debilidad… Al final Leo, su hijo más chico, lo tenía cortito…
“Cuando se quedaba en casa -dice ‘Kuki’- se comía todo lo que había y a la mañana cuando se levantaba, atacaba la heladera (risas). Me acuerdo de una vez que a las 9 lo encontré comiéndose los zapallitos rellenos que habían sobrado. Se había comido como seis así nomás, fríos… Pero al final ya no podía ni comer, pobrecito…”.
La mujer ha dicho la palabra “final” y no me queda más que preguntarle a Julio por los últimos días de su amigo.
-¿Te esperabas la muerte de Rubén, Julio?
-Y… Un poco, sí… Había estado acá 20 días antes. Venían de Buenos Aires con Silvia y me llamó desde Leones. “Hola, Julito… En una horita estoy ahí… Decile a ‘Kuki’ que me prepare unos fideítos así nomás con aceite de oliva”. Cuando se bajaron del auto me dijo: “Estoy jodido, che…”. Me acuerdo de que se le cayó el pantalón en la vereda porque lo tenía desprendido. “¡Ponete bien el cinto, boludo!”, le dije. Y él se reía…
“Kuki”: -Comió dos fideítos y nada más… Hasta esa fecha no nos había dicho que tenía cáncer. Estaba haciendo radioterapia porque no quería la quimio. Así que se acostaron a la siesta y llamaron a Córdoba, porque ya estaban viviendo en Carlos Paz. Desde allá les dijeron que viajen para hacerles una sesión de radio. Una semana después lo fuimos a ver a Causana, el country donde vivían y que ni alcanzó a disfrutar…
-¿Esa fue la última vez que lo vieron?
-Sí. Había otro matrimonio de La Plata, fanáticos de él, que lo habían pasado a saludar. Pero Silvia les dijo que no, porque casi no había dormido en toda la noche. Nosotros tampoco íbamos a pasar, pero cuando nos íbamos, ella nos dice “pasen, porque si le digo que estuvieron y se fueron, me mata”. Verlo en ese estado fue tremendo…
“Kuki”: -Me acuerdo de que me dijo “¿No les da vergüenza verme así?
Julio: -Y yo le dije “¡Pero qué nos va a dar vergüenza, boludo! ¡Ya te vas a componer!”. Se había sentado en la cama con las patitas flaquitas, los brazos chiquitos, una barba toda blanca y la piel demacrada… Me acuerdo de que le di un chirlo en la espalda y me fui. Esa fue la última vez que lo vi. A veces suena el teléfono y me parece que es él que me llama, que me va a decir que me pasa a buscar, que prepare el bolso…
Rubén Juárez falleció el 31 de mayo de 2010, a los 62 años, y sus cenizas fueron desparramadas en el Centro Cultural José Ernesto Cacciavilani de Ballesteros, flotando en el aire del mismo lugar donde alguna vez fue niño y muchacho. Pero esa ceremonia funeraria con todo su misterio de adiós no debe haberle importado demasiado a Julio Quevedo. O al menos así lo creo yo. Porque cuando suena el teléfono su corazón vuelve a sacudirse. Y aunque no lo confiese, me lo imagino en esas largas noches de invierno cuando no se puede dormir, sacando su Chevrolet y manejando hasta la ruta. Y quedarse a la vera del camino con la secreta esperanza de que pare un colectivo expreso y baje su amigo. “¿Qué hacés, Julito? Vos siempre con el bolsito, ¿eh? ¿Cómo anda ‘Pucho’? Dale, subí, que nos vamos lejos, muy lejos…”.