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domingo, 7 de septiembre de 2014

Treinta años sin “Pepe”, el poeta mayor de Ballesteros


“Pepe” leyendo un poema durante la inauguració́n del monumento a la Madre de Ballesteros, en 1960
Fue el primer escritor, poeta, historiador y periodista del pueblo. Suyos son los libros “Rumor del río”, “Canto a la Pampa”, “Mamarracho” y la primera “Historia de Ballesteros”. Fue fundador del periódico “La Linterna”, que publicó de 1960 a 1983, y un eximio pianista. Falleció en forma repentina el 13 de septiembre del 84 en Mina Clavero, donde había sido trasladado por trabajo. Sólo tenía 59 años. Habla su hija Cecilia, docente de Letras y guardiana ejemplar de sus papeles.
 
Lo recuerdo (si es que el recuerdo de un chico de 10 años tiene algún valor documental) con un guardapolvo gris de la Unión Telefónica, los zapatos inmensos y deslustrados, el pelo arrepollado en las orejas y una mirada azul de hombre-gato. Con más aspecto de maestro pobre o de actor de circo que de empleado de ENTEL. Justamente él, que tanto escribiría sobre la vida cruel de los payasos. Justamente él, que sin cobrar en su vida un solo centavo había sido maestro de tantos artistas jóvenes. Y así, con ese guardapolvo desteñido por los días de la vida, “Pepe” Cacciavillani iba y venía por el pueblo saludando a todo el mundo. Si por esos tiempos hubiera pasado un extranjero que nada sabía de “la vida y milagros de Ballesteros”, “Pepe” le habría parecido un “gringo bueno” y nada más. Ese extranjero no se hubiese imaginado jamás que estaba ante al mayor poeta del lugar. Y no hablo sólamente de un poeta de principios de los ´80, sino de todos los tiempos, ya que José Ernesto Cacciavillani ha sido, sin dudas, el primer autor total (y acaso el único) que haya dado mi pueblo en su historia. Porque lo que escribe un poeta auténtico, por más desapercibido que pase en su tiempo, se resignifica en el futuro. Y tal vez por eso es que su “Historia de Ballesteros”, más que un libro de historia hoy se ha vuelto documento literario de una actualidad demoledora. Y tal vez por eso es que su “Mamarracho” (ese “juguete rabioso” escrito en clave martinfierrista ambientado en la Pampa Gringa) ha devenido en fascinante tratado de lo que significa abrazar el mettier de escritor por estos lares. Y si no, leeamos las estrofas 206, 207 y 209 de esa epopeya pueblerina en verso: “Nadie es profeta en su tierra/ mas yo no lo fui en ninguna;/ no fui estrella, no fui astro,/ no fui el sol ni la luna;/ un gringo de hosco apellido/ y, a más, de lírica cuna/ jamás tiene la fortuna/ de medrar en el país.//Y al decir país no digo/ la Patria, sino la zona:/ donde las vacas prosperan/ se desmedra la persona;/ para el arte no hay mecenas/ bajo esta chata corona :/ el rey peso no se dona/ en sueños o en ilusión// Aquí se mide a la gente/ por su solvencia en el banco;/ lo demás es pura mímica,/ sonrisas de andar en zanco;/ tal vez te sobren amigos/ en tu medio y en tu estanco/ pero ¡guarda! que de flanco/ pueden darte el golpe vil”.
Y ha de ser a causa de la actualidad demoledora de su verbo que las palabras de “Pepe” siguen retumbando tan vivas en mi cabeza de niño. “¿Cómo te va, querido mío?”, me decía cada vez que me cruzaba en alguna esquina del pueblo. Y entonces me acariciaba la cabeza con un afecto absolutamente inédito para mí; un afecto casi inexplicable. Y es que, analizándolo bien, no había razones para que él fuera tan bueno conmigo. No éramos parientes. Su familia no era amiga de lo poco que quedaba de la mía. Y yo no era amigo de sus hijos. De hecho, Cecilia y José, que tenían mi edad, vivían a dos cuadras de mi casa al oeste de la única avenida y eso en el pueblo implicaba dos leguas. Por si fuera poco, íbamos a turnos diferentes a la escuela y eso equivalía a dos colegios distintos. Tampoco yo participaba del coro de la iglesia ni sabía música. Incluso, había dejado de ir a misa, donde él tenía la misma importancia que el cura. Quizás mi ausencia en el templo se debía a que, por esos tiempos, me daba vergüenza entrar a “la casa de Dios” con un montón de ideas horribles debido, supongo, a cierta soledad y ciertas películas. Pero cada vez que lo cruzaba a “Pepe” por el pueblo, algo cambiaba para mí. Era como si aquel hombre me hiciera acordar que en el fondo yo era “un buen chico” y no un criminal en potencia. ¿De dónde le venía a ese hombre su cariño desmedido por aquel chico despeinado? ¿O es que trataba a todos los chicos por igual y yo me sentía “especial” debido a mi desolada situación? ¿Se trataba, una vez más, de un error de mi percepción que confundía el amor con la lástima, la misericordia con la limosna, la caridad con la dádiva? Dejo un espacio en blanco a estas preguntas y vuelvo al “Pepe” escritor y al “Pepe” hombre. Y entonces me digo que con su guardapolvo desteñido y su birome en mano, José Ernesto Cacciavillani era como un Henry Miller al sur del universo. Sólo que la “Compañía Cosmodemónica” había sido remplazada por la Unión Telefónica, las rubias fatales de “Trópico de Cáncer” por la señorita Esther Gallardo enchufando cables en un tablero de la segunda guerra para comunicar a Ballesteros con el mundo y el puente de Brooklyn por el de Ballesteros Sud. Pero la metáfora humana y literaria era la misma. Un hombre de guardapolvo que tiene que mantener a su familia, pero que no obstante ha hecho de la literatura la razón de su vida. Y por eso va feliz. Porque no deja de escribir en blocks de telefonía y papeles usados. Porque hace méritos cada día para multiplicar la luz que hay en él. Porque todo el tiempo baraja proyectos de libros por escribir, diarios por editar, historias de su pueblo por recopilar. Y, sobre todo, porque no para de inventar excusas para ayudar a los demás. Pero mientras tanto y por más que viva en los suburbios del imperio occidental, “Pepe” Cacciavillani no dejará de ser jamás un “ciudadano del mundo literario”. Sólo que a diferencia de Henry Miller, que vivía fascinado por el judaísmo, por Dostoievsky y por Shakespeare, “Pepe” era profundamente cristiano y había cambiado “Crimen y castigo” por el “Martín Fierro”, el Viejo Testamento por el Nuevo y Hamlet por el Quijote. Y, por cierto, había nacido más abajo que el autor de “Trópico de Cáncer”, justo en el trópico de Capricornio, en una localidad donde Dios le había encomendado una misión prometeica: ser el primer escritor del lugar. Y esto quería decir darle a los hombres y mujeres de su comunidad ese fuego sagrado llamado literatura que no deja de arder en palabras. Ese testamento que, una vez leído, se vuelve primer mandamiento: serás luminoso para los demás. Y a todo esto, “Pepe” lo cumplió con la responsabilidad de un apóstol.
 
Cecilia o el invierno después de sus quince primaveras 
Cecilia Cacciavillani es licenciada en Letras y dicta la cátedra de Literatura Argentina en el Profesorado de Las Rosarinas. ¿Coincidencia? Claro que no. Las coincidencias no existen en el “Universo ‘Pepe’” porque eso que los demás llaman azar, para él y sus hijos no es más que voluntad divina. 
“Cuando cumplí los seis años, mi papá me hizo un regalo fabuloso. Me trajo una caja grande llena de libros de la colección Billiken. Se ve que los había mandado a pedir a Buenos Aires y yo quedé fascinada. Iba a primer grado, pero ya sabía leer porque en casa siempre hubo libros. Desde ese día, supe que ese sería mi destino”.
-Del mismo modo que tu viejo supo que sería escritor...
-Sí, pero su caso fue más curioso todavía, porque su mamá quería que él fuera cura. Los Amicarelli eran una familia muy religiosa del pueblo; casi mística. Y parece que a mi papá le quedó un sentimiento muy amargo cuando a los 13 años lo dejaron en el seminario Nuestra Señora de Loretto de Córdoba y se cerraron las puertas. Ahí hizo todo el secundario y conoció a dos futuros obispos de Villa María, Rubiolo y Dissandro. Cuando a los 20 años tuvo que hacer el seminario mayor, no aguantó más y se volvió al pueblo. Ahí se dio cuenta de que esa no era su vocación, que quería ser músico y poeta. 
-¿A la música y a la literatura las había aprendido en el seminario?
-A la literatura sí, pero a la música se la había enseñado mi abuela, que, además de rezar, también tocaba el piano. Cuando mi papá volvió al pueblo, cursó unos años en el Conservatorio Beethoven, de Bell Ville, aunque ya tocaba muy mucho. Fueron los únicos estudios formales de toda su vida.
-Digamos que “Pepe” no era un tipo estructurado...
-¡Para nada! Era un bohemio total. Al punto que en nuestra casa del pueblo teníamos un cuartito al fondo del patio y él se había armado un estudio donde se pasaba horas. Ahí tocaba el órgano, escribía a máquina, leía y componía. Me acuerdo que apenas terminaba una canción la llamaba a mi mamá para ensayarla. A veces lo íbamos a “visitar” con mi hermano a la hora de la siesta y cuando nos veía, dejaba lo que estaba haciendo y se ponía a jugar con nosotros. 
-¿Era tan cariñoso con sus hijos como con los chicos del pueblo?
-Era súper cariñoso y era un padre muy presente. Como él hacía mucho el turno noche, estaba todo el día a disposición. Y a la tarde nos llevaba a la plantación de eucaliptus cerca de los silos y nos hacía vivir en un mundo de hadas y fantasía. Y, por cierto, nos leía cosas todo el tiempo. En casa nunca hubo tele porque él no la quiso comprar jamás. Prefería que leyéramos.
-En los años 60 había sólo tres artistas en Ballesteros: el cantautor Mario Nicossía, la pintora Sara Savio y tu papá. Sin embargo, “Pepe” era el referente de la cultura...
-Debe ser porque siempre quiso hacer arte, pero no por ego sino para hacer sentir bien a los demás. Tampoco se quiso ir nunca de Ballesteros. Pero igual tenía muchos contactos. Se escribía con gente de todos lados y a mi casa venían desde músicos y escritores hasta actores. Recuerdo particularmente a mi tía, la poeta Tessie Ricci, que viajaba periódicamente con un grupo de poetas jóvenes de Villa María para charlar con él. Tessie repetía una frase que mi papá siempre decía: “Antes de ponerse a escribir, por favor, lean la Biblia, el Quijote y el Martín Fierro. Después, escriban lo que quieran”.
-¿“Pepe” se sentía más poeta o más músico? 
-El no decía nada, sólo hacía cosas. Cuando se ponía con una canción, por ejemplo, se encerraba hasta terminarla y después la escribía en el pentagrama. Escribía música como si escribiera una carta. Y con la poesía le pasaba algo parecido. Me acuerdo que reescribió el comienzo de “Mamarracho” como 100 veces. Cuando terminó ese libro, en el año 79, le dijo a mi mamá que si le pasaba algo, le gustaría que “Mamarracho” saliera publicado. Y así fue, lo publicaron en el 86 y lo presentaron en el Salón Parroquial del pueblo porque mi papá murió en Mina Clavero, a los cinco años de haberlo terminado. Al libro lo presentó Tessie Ricci, que murió dos años después. Y yo me acuerdo que leí algunos versos.
-¿Cómo es que, viviendo siempre en Ballesteros, tu viejo se fue a las sierras?
-Porque le salió el traslado. En Ballesteros mi papá era empleado y no era lo mismo jubilarse en esa condición, que siendo jefe. Como en Mina Clavero le salió el puesto de jefe, se fue. Allá estuvo cuatro o cinco meses y se murió charlando con un amigo en la vereda, porque él se hacía amigos enseguida. Parece que de bien que estaba, cayó fulminado de un infarto. No llegó vivo ni al hospital. Yo lo había visto dos semanas antes.
-¿Y te acordás de qué hablaron?
-¡Claro! Habíamos hablado de mi cumpleaños de 15, que era a fines de septiembre. Yo no quería que me hicieran fiesta, pero él me decía “sí, hija, hagamos fiesta”. Para mí fue muy duro cumplir años sin él. También lo fue para mi mamá, que se quedó como sin fuerzas. A partir de entonces hubo un corte con Ballesteros porque todo el mundo la buscaba a ella para hacer el duelo por “Pepe”. Y por eso nos vinimos a Villa María, porque eso la había dejado mal. Además, yo estudiaba en las Rosarinas y mi hermano en la Escuela del Trabajo. Así que todo cerraba.
-¿Y desde entonces ya no volviste al pueblo?
-Sólo al cementerio o a ver a mis tías. También para la muerte de mi mamá. Pero hace dos años, mi prima Alicia Giordanino, que daba un taller literario, trabajó “Mamarracho” con sus alumnos. Y me invitó a que charlara con ellos. Fui y me encantó hablar con gente que leía a “Pepe”. Pero nunca más volví a caminar por las calles. De hecho, no lo he podido hacer desde que mi papá no está. Yo era muy pegota a él y no me puedo imaginar andando sola en Ballesteros sin estar agarrada de su mano.
 
Tras estas palabras, se hace un silencio en la casa de “Ceci”. El reloj de pared marca las 5 y ella tiene que salir a dar clases. Sin que digamos nada, los dos entendemos que el reportaje ha terminado y que, acaso, sea lo mejor. De lo contrario, más que hablar de “Pepe” vamos a empezar a hablar de la fugacidad de la existencia, del sinsentido o aparente sinsentido de la vida, de la precariedad del animal humano que envasa un alma acaso inmortal. Son todas conjeturas que esbozamos con los gestos mientras copio apresurado las fotos desparramadas en la mesa, entre los manuscritos de “Pepe” y las tapas de sus libros. 
Sin embargo, antes de despedirnos en la puerta, me queda una última pregunta por hacer. Y le pido disculpas a “Ceci” y también a los lectores que han tenido la paciencia de llegar hasta aquí porque esa pregunta me involucra directamente a mí. “Tu papá siempre era muy cariñoso conmigo, ‘Ceci’, ¿era una impresión mía o realmente era así?”. Y la hija del poeta mayor de Ballesteros, con una sonrisa dulce y comprensiva, me la responde. “No, no era una impresión tuya. No te lo iba a decir, pero ahora que lo preguntás, no me queda más remedio. Mi papá siempre nos decía a José y a mí que “si alguna vez el Iván les pide jugar con ustedes, acéptenlo; porque ese chico está muy solo. Es un chico muy bueno, pero no ha quedado bien desde que su padre se fue. Así que nunca le digan que no”.
Por esas palabras que atravesaron el tiempo como un mensaje de alguna telefonía celestial, por ese cariño desmedido hacia un chico solitario y despeinado del pueblo, una vez más y en nombre de todos los chicos solitarios y despeinados de todos los pueblos, gracias totales, “Pepe” querido. Gracias por esa caricia como una bendición sobre el lomo polvoriento de este artista cachorro.
Iván Wielikosielek

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