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jueves, 30 de marzo de 2023

BALLESTEROS TRANSATLÁNTICO

 BALLESTEROS TRANSATLÁNTICO 

Por Iván Wielikosielec









“Al fondo de mi pueblo está el mar”, me digo una vez más al ver esa vieja foto. 

Fue tomada en la esquina del Salón Parroquial cuando era la antigua iglesia. Esa imagen debe tener, por lo menos, cien años. Y testimonia una celebración en la avenida; acaso una fiesta de los inmigrantes ya que veo, o creo ver, una bandera española y otra italiana al costado de la nuestra. Y no sé si los nenes y nenas están “disfrazados” con la vestimenta de esos países, o si era la ropa con la que muchos acababan de llegar de Europa a un pueblo del nuevo mundo. 


Casi no hay autoridades en el acto o están detrás, con sus sombreros, bigotes y medallas. Pero tuvieron la delicadeza de poner por delante a los chicos.

 

"Al fondo de mi pueblo, está el mar”, me vuelvo a decir. Porque los galpones del ferrocarril trazan un suave horizonte gris al final de la avenida; y porque un poste de la luz entre los árboles pone un mástil en cruz contra la nave de la iglesia; como si todo ese contingente acabara de bajar de un transatlántico.


Lo cierto es que al ver aquella foto, he vuelto a viajar con la imaginación hasta un Ballesteros marítimo. 


Cuando era chico, me pasaba las tardes en el Pozanjón con las piernas colgando sobre el agua. Era el único puente en un pueblo sin río; sólo construido para el paso del tren. Pero a fuerza de mover las piernas y mirar el agua, me imaginaba que iba en barco en medio del océano. Y acaso todo el pueblo se lo imaginó también. Porque dijeron que el Pozanjón era un “ojo de mar”; es decir, una sucursal del Atlántico. 


Y es por eso que ya no me parece descabellado pensar que un día , todos esos chicos se bajaron en la playa del ferrocarril junto a todas  las leyendas. Que tocaron tierra firme, se sacaron una foto y cuando saludaron para volver, descubrieron que en vez de un puerto había una estación y en vez de un trasatlántico, había un tren. 


Entonces se desvanecieron como un sueño en otro sueño o agua en el agua hasta volverse imagen borrosa; instantánea fugaz en una playa del olvido.

lunes, 20 de marzo de 2023

MESSI JUEGA PARA TALLERES8

 MESSI JUEGA PARA TALLERES DE BALLESTEROS

Por Iván Wielikosielec




El escudo de Talleres de Ballesteros fue, al decir de uno de sus fundadores, don Narciso Davicco, “celeste y blanco como la bandera, pero a bandas verticales”. Y su primera camiseta tuvo también ese diseño. Basta ver la foto del equipo campeón del ´57 (el que obtuvo la primera estrella del club) para corroborarlo. O preguntarle, en todo caso, a don José Carlos Flores; uno de los jugadores que, 66 años después de aquella foto, aún vive para contarlo. 

Con el paso del tiempo, aquel diseño fue mutando hacia una “camisa doble banda”, como la de Newells Old Boys, pero en celeste y blanco. De hecho aún recuerdo, en nuestros tiempos de básquet a fines de los ´80, haber descubierto en un cajón de madera (estaba en el escenario del club como un sarcófago egipcio) aquel juego. Las camisas estaban dobladas y planchadas, como si aquel Talleres del ´70 fuera a salir en cualquier momento a la cancha. Pero ya no se usarían jamás y acaso aun duerman ahí, esperando el beso de Osiris, que las resucite.


Albicelestes pero también albiazules


En los ´80 y tras el boom nacional de su homónimo cordobés, Talleres de Ballesteros usó, lisa y llanamente, la camiseta del cuadro de barrio Jardín; la clásica a bastones azul y blanco. Y también una maravillosa casaca alternativa color azul marino con números en “tres dé”. Con esa "Sportlandia" ancestral, el equipo jugó hasta desteñirla contra soles y lluvias del lejano sudeste; en polvorientas canchas de Cintra y Ordóñez, Morrison y Bell Ville. 

Con la llegada de los ´90 y “el primer mundo”, hubo varios modelos donde la publicidad importaba más que el diseño, pero finalmente ocurrió el milagro: Talleres aunó las tres bandas verticales de su indumentaria primitiva con los colores de la segunda. Es el maravilloso diseño que, con mayores o menores variantes, utiliza al día de hoy.

Debo confesar (y acaso yo no sea del todo objetivo) que es la camiseta más hermosa del mundo para mí, incluida la primera, albiceleste. Y además, que a ese diseño no lo vi jamás en camiseta alguna; excepto en su réplica parisina o “plagio textil”, la nueva indumentaria del París Saint-Germain.

Cuando la vi estrenar el año pasado, pensé que algún espía francés había estado viendo casacas albiazules de todo el mundo en busca de una variante potente y original. Y que al dar con la de Talleres de Ballesteros (posiblemente vía Facebook) “robó” la idea sin cargo de conciencia; de la misma manera que un escritor famoso le roba un poema a otro, que es pobre y desconocido. Y sólo le puso ínfimas tiras rojas (separadores entre el azul y el blanco) para disimular el robo.

Luego, alejé de mí ese pensamiento paranoico. Y me dije que acaso fuera yo el que me equivocaba, que el PSG tal vez “ya tenía o había tenido” una camiseta así en el pasado más remoto. Y entonces, al trabajo de espionaje (o mejor dicho, de investigación) lo hice yo mismo. Pero entre todas las casacas de la historia del PSG, lo más parecido que me saltó fue una a “tres bandas verticales” pero con la franja del medio en rojo; la que usó el mismo Carlos Bianchi en su paso por ese club, que en esa década recién nacía. De hecho, el PSG se fundó en 1970, cuando la ancestral casaca ballesterense ya tenía 25 años de uso.


Escudo contra la tormenta


Hoy, cuando veo todas las camisetas del París Saint-Germain que se venden en el mundo (la “30” de Messi, la “7” de Mbappé, la “10” de Neymar) me digo que sería inútil un reclamo por “copyright”. y que si Ballesteros de casualidad ganara ESE juicio, de seguro no le cobraría al PSG NI un centavo. Sólo le pediría, acaso, que venga a jugar un amistoso al “Javier Arbarello”, un tiempo cada uno con la misma casaca a tres bandas verticales en azul y blanco y azul; porque lo mismo habría hecho o pedido don Miguel Davicco, el fundador del club. Y tengo razones de sobra para pensar así.

Una vez, cuando a fines de los ´40 dos aviones de guerra se quedaron sin nafta y aterrizaron forzozamente en el pueblo (la anécdota es parte del imaginario ballesterense y hay fotos por todos lados) Don Miguel los remolcó hasta la ruta con un camioncito. Y cuando los militares le preguntaron cuánto le debían por "el flete", don Miguel les respondió: “Nada, muchachos… Sólo una pasadita para nuestra gente…” Y eso fue lo que sucedió. Porque esa tarde, dos aviones a chorro con forma de zepelines sobrevolaron y “besaron” la flamante torre de la iglesia a la velocidad del rayo. Y a esa anécdota me la contó también don Narciso, muy poco tiempo antes de morir. Ese era el espíritu de su viejo, pero también del club que fundara junto a un grupo de trabajadores, entre los talleres de soldadura del pueblo. 

“Éramos gente servicial, nada más… Nunca nos interesó hacer plata… Sólo queríamos el bien para nuestra gente…” me había dicho don "Nacho" en una esquina del 2017, antes de despedirse de mí para siempre.

Lo único que yo quisiera hoy, en tanto “copyright”, es dejarle en claro a cada chico y cada hombre que se pone la camiseta del PSG en el mundo, que ese diseño no salió de las grandes marcas parisinas ni de sus diseñadores prestigiosos; ni de Pierre Cardin ni Adidas. Salió de un grupo de muchachos metalúrgicos que, una tarde de 1945, en un pueblo de la llanura, inventaban un club y un maravilloso escudo.

martes, 7 de marzo de 2023

A PEPE, POETA DE MI PUEBLO, 40 AÑOS DESPUÉS


 A PEPE, POETA DE MI PUEBLO, 40 AÑOS DESPUÉS

Por Iván Wielikosielec



No lo recuerdo pero acaso estuve ahí, me dije cuando Ceci me pasó aquella foto, hace unos años ya. Y lo vuelvo a decir hoy, cuando en viejos archivos de la PC y de la memoria, la foto ha reaparecido. 


Es una tarde antigua en la escuela del pueblo, más precisamente de 1980 según la fecha en la pared, oscurecida por la sombra de los paraísos. Debe haber sido el comienzo de clases en marzo o abril, y también el comienzo del otoño; porque tanto Pepe como los chicos aparecen abrigados. Pero también porque la sombra de los árboles muestra más ramas que follaje, como sacudidas por un viento helado. 


Pepe debe estar leyendo (imagino) un discurso de bienvenida al secundario, ya que detrás está el escudo del Manuel Belgrano y el cartel de recibimiento. 


Por esos tiempos, el primario y el secundario compartían el mismo edificio. Y es por eso que, a pesar del escudo, había chicos con delantal ese día. Y, como dije, acaso yo estuve ahí, empezando quinto grado con la señorita Máxima Ingrasia y luego con la señorita Susana Carotti, acaso la mejor maestra que tuve en mi vida. 


Si estuve o no estuve, no lo recuerdo. Pero de haber estado, no me extrañaría. Y acaso pueda reconstruir, mediante un invento de la percepción (mediante la “ficción”, dirían los profesores de literatura) la voz de Pepe en ese día. Era el poeta del pueblo (lo sería desde allí y para siempre) y estaba leyendo un discurso, como lo hizo en 1960 cuando se inauguró el Monumento de la Madre y la mujer que me trajo al mundo, con apenas 17 años, estuvo ahí (me lo dijo una tarde emocionada, mostrándome la foto que aún guardaba). Debe haberle dado la bienvenida a todo el colegio, celebrado los 20 años del secundario (la otra fecha en la pared marca 1960, el año de su fundación) y luego haberle hablado a los chicos. Y acá no me refiero a un discurso sino a “hablarles verdaderamente”, porque ese era uno de sus maravillosos dones; la honestidad brutal conque te preguntaba: “¿Cómo estás, querido?”, acariciándote la cabeza.


Las pocas veces que lo cruzaba en la calle y me lo decía, yo le daba, inesperadamente, la respuesta más sincera del mundo. Y estoy seguro que a los demás chicos les pasaba lo mismo. 


Por eso es que, aquella tarde de marzo o abril, debe haber hecho preguntas como esas, a todos y a cada uno. Y es muy probable, también, que haya leído un poema suyo  o haya citado al Martín Fierro, La Biblia o el Quijote, que eran sus libros de cabecera. 


De lo que si estoy seguro (y de esto no necesito de la “ficción” o de algún recurso que no provenga de la memoria), es que tras los aplausos, Pepe debió haberse retirado con timidez; mirando el piso o sus grandes zapatos gastados, con el pelo revuelto por el viento (el mismo viento que había pelado las ramas de los paraísos). Y también adivino que, poniéndose colorado, debe haber saludado a las maestras; agradeciéndoles efusivamente por la invitación a leer, para volver a su trabajo en la Unión Telefónica mientras su compañera de oficina, la señorita Esther Gallardo, enchufaba cables en un tablero de la segunda guerra, comunicando a Ballesteros con el mundo. De eso es, en definitiva, de lo que yo estoy seguro. De haber sentido que Pepe no era un maestro ni un profesor, ni un orador ni un telefonista. Tampoco un cura (a pesar de su trabajo en la iglesia) ni un director de orquesta (a pesar de llevar adelante el coro en la misa). No, Pepe era un poeta. Y aunque yo no tenía la menor idea de lo que eso quería decir, sabía que significaba "no ser del rebaño". Que “ser un poeta” era pertenecer a una ontología inclasificable y tal vez absurda; esa maravillosa vulnerabilidad portadora de algún “divertido estigma”, como esos chicos que nacen con pecas y que por eso mismo parecen más simpáticos. 

Pero también entendí, como pasaba con los chicos pecosos, que tras esa fachada “divertida” se podía ocultar algo terrible; la soledad y la incomunicación, los trabajos y los días de quien sólo vive para los poemas y las noches; ese otro uniforme (como su eterno guardapolvos gastado de Entel) para existir sin fricción alguna entre la gente. 


A esto que escribo lo confirmé años después al leer su “Mamarracho”, ese largo poema confesional y catártico en octosílabos martinfierristas; el mismo que estaba componiendo por esos días, muy poco antes de morir, en 1984. De eso me habló Ceci, su hija, aquel día de 2014, a 30 años de ese infarto en un pueblo de traslasierras, tan absurdo como su oficio de escribir.


Aquella tarde y cuando ya me iba, le pregunté a Ceci si su viejo era tan bueno con todo el mundo como lo era conmigo. Porque cada vez que me veía, al margen de hablarme, me acariciaba la cabeza como a un cachorro (como a un artista cachorro) muy querido, con un cariño tan inédito como inexplicable para mí. Y Ceci, sonriendo, me contestó: 


“No te lo iba a decir, pero ahora que me lo preguntás… Él siempre nos decía, al José y a mí: si lo ven al Iván, invítenlo a jugar con ustedes… Ese chico está muy solo. Sus papás se separaron y ha quedado a la deriva…”


Yo entendí en ese momento que, por el prodigio de alguna telefonía celeste, “Pepe” me estaba mandando ese mensaje a través de su hija y también a través del tiempo. 


Pasaron los días, los años, los lustros, y una década, ya, desde aquel día. Hasta que he vuelto a encontrar esa foto. La vuelvo a ver y me digo que no sé si estuve ahí, en ese acto, o si podría haber estado. Pero puedo recordar la voz de Pepe hablándome en una despensa y la voz de mi madre hablándome de Pepe y la voz de Ceci hablándome de su padre… 


De lo que no tengo dudas, tampoco, es que aquel hombre me ha enviado un segundo mensaje hoy. Y me ha dicho, como en aquel cartel del primer día de clases, “Bienvenido”. Bienvenido al mundo de los que están a la deriva y de los que no tienen uniforme, al mundo de los que miran el piso o sus zapatos gastados y no tienen cargos ni títulos ni prestigio. Bienvenido al mundo de los que tratan de escribir una página verdadera y buscan una voz interior honesta, como la que se precisa para hablarle a un niño.  


PD: Gracias, Ceci, por esa maravillosa foto de tu viejo!

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