A PEPE, POETA DE MI PUEBLO, 40 AÑOS DESPUÉS
Por Iván Wielikosielec
No lo recuerdo pero acaso estuve ahí, me dije cuando Ceci me pasó aquella foto, hace unos años ya. Y lo vuelvo a decir hoy, cuando en viejos archivos de la PC y de la memoria, la foto ha reaparecido.
Es una tarde antigua en la escuela del pueblo, más precisamente de 1980 según la fecha en la pared, oscurecida por la sombra de los paraísos. Debe haber sido el comienzo de clases en marzo o abril, y también el comienzo del otoño; porque tanto Pepe como los chicos aparecen abrigados. Pero también porque la sombra de los árboles muestra más ramas que follaje, como sacudidas por un viento helado.
Pepe debe estar leyendo (imagino) un discurso de bienvenida al secundario, ya que detrás está el escudo del Manuel Belgrano y el cartel de recibimiento.
Por esos tiempos, el primario y el secundario compartían el mismo edificio. Y es por eso que, a pesar del escudo, había chicos con delantal ese día. Y, como dije, acaso yo estuve ahí, empezando quinto grado con la señorita Máxima Ingrasia y luego con la señorita Susana Carotti, acaso la mejor maestra que tuve en mi vida.
Si estuve o no estuve, no lo recuerdo. Pero de haber estado, no me extrañaría. Y acaso pueda reconstruir, mediante un invento de la percepción (mediante la “ficción”, dirían los profesores de literatura) la voz de Pepe en ese día. Era el poeta del pueblo (lo sería desde allí y para siempre) y estaba leyendo un discurso, como lo hizo en 1960 cuando se inauguró el Monumento de la Madre y la mujer que me trajo al mundo, con apenas 17 años, estuvo ahí (me lo dijo una tarde emocionada, mostrándome la foto que aún guardaba). Debe haberle dado la bienvenida a todo el colegio, celebrado los 20 años del secundario (la otra fecha en la pared marca 1960, el año de su fundación) y luego haberle hablado a los chicos. Y acá no me refiero a un discurso sino a “hablarles verdaderamente”, porque ese era uno de sus maravillosos dones; la honestidad brutal conque te preguntaba: “¿Cómo estás, querido?”, acariciándote la cabeza.
Las pocas veces que lo cruzaba en la calle y me lo decía, yo le daba, inesperadamente, la respuesta más sincera del mundo. Y estoy seguro que a los demás chicos les pasaba lo mismo.
Por eso es que, aquella tarde de marzo o abril, debe haber hecho preguntas como esas, a todos y a cada uno. Y es muy probable, también, que haya leído un poema suyo o haya citado al Martín Fierro, La Biblia o el Quijote, que eran sus libros de cabecera.
De lo que si estoy seguro (y de esto no necesito de la “ficción” o de algún recurso que no provenga de la memoria), es que tras los aplausos, Pepe debió haberse retirado con timidez; mirando el piso o sus grandes zapatos gastados, con el pelo revuelto por el viento (el mismo viento que había pelado las ramas de los paraísos). Y también adivino que, poniéndose colorado, debe haber saludado a las maestras; agradeciéndoles efusivamente por la invitación a leer, para volver a su trabajo en la Unión Telefónica mientras su compañera de oficina, la señorita Esther Gallardo, enchufaba cables en un tablero de la segunda guerra, comunicando a Ballesteros con el mundo. De eso es, en definitiva, de lo que yo estoy seguro. De haber sentido que Pepe no era un maestro ni un profesor, ni un orador ni un telefonista. Tampoco un cura (a pesar de su trabajo en la iglesia) ni un director de orquesta (a pesar de llevar adelante el coro en la misa). No, Pepe era un poeta. Y aunque yo no tenía la menor idea de lo que eso quería decir, sabía que significaba "no ser del rebaño". Que “ser un poeta” era pertenecer a una ontología inclasificable y tal vez absurda; esa maravillosa vulnerabilidad portadora de algún “divertido estigma”, como esos chicos que nacen con pecas y que por eso mismo parecen más simpáticos.
Pero también entendí, como pasaba con los chicos pecosos, que tras esa fachada “divertida” se podía ocultar algo terrible; la soledad y la incomunicación, los trabajos y los días de quien sólo vive para los poemas y las noches; ese otro uniforme (como su eterno guardapolvos gastado de Entel) para existir sin fricción alguna entre la gente.
A esto que escribo lo confirmé años después al leer su “Mamarracho”, ese largo poema confesional y catártico en octosílabos martinfierristas; el mismo que estaba componiendo por esos días, muy poco antes de morir, en 1984. De eso me habló Ceci, su hija, aquel día de 2014, a 30 años de ese infarto en un pueblo de traslasierras, tan absurdo como su oficio de escribir.
Aquella tarde y cuando ya me iba, le pregunté a Ceci si su viejo era tan bueno con todo el mundo como lo era conmigo. Porque cada vez que me veía, al margen de hablarme, me acariciaba la cabeza como a un cachorro (como a un artista cachorro) muy querido, con un cariño tan inédito como inexplicable para mí. Y Ceci, sonriendo, me contestó:
“No te lo iba a decir, pero ahora que me lo preguntás… Él siempre nos decía, al José y a mí: si lo ven al Iván, invítenlo a jugar con ustedes… Ese chico está muy solo. Sus papás se separaron y ha quedado a la deriva…”
Yo entendí en ese momento que, por el prodigio de alguna telefonía celeste, “Pepe” me estaba mandando ese mensaje a través de su hija y también a través del tiempo.
Pasaron los días, los años, los lustros, y una década, ya, desde aquel día. Hasta que he vuelto a encontrar esa foto. La vuelvo a ver y me digo que no sé si estuve ahí, en ese acto, o si podría haber estado. Pero puedo recordar la voz de Pepe hablándome en una despensa y la voz de mi madre hablándome de Pepe y la voz de Ceci hablándome de su padre…
De lo que no tengo dudas, tampoco, es que aquel hombre me ha enviado un segundo mensaje hoy. Y me ha dicho, como en aquel cartel del primer día de clases, “Bienvenido”. Bienvenido al mundo de los que están a la deriva y de los que no tienen uniforme, al mundo de los que miran el piso o sus zapatos gastados y no tienen cargos ni títulos ni prestigio. Bienvenido al mundo de los que tratan de escribir una página verdadera y buscan una voz interior honesta, como la que se precisa para hablarle a un niño.
PD: Gracias, Ceci, por esa maravillosa foto de tu viejo!
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