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lunes, 18 de agosto de 2014

Diosas gemelas de la ciudad y del pueblo

En Ballesteros


La misma estatua y dos presentes distintos                                                                             



En la esquina de Yrigoyen y Entre Ríos, en Villa María, se levanta la estatua de una diosa romana, con un ramo de rosas cubriendo el pubis con recato. Y bien, muy a pesar del erotismo que emana de esa escultura, muy pocos paseantes de la ciudad la tienen en cuenta.



Escribe: Iván Wielikosielek           

No hay que ser experto en arte para entender que las flores representan la primavera de su sexo mientras que la túnica es símbolo de un pudor virginal digno de Diana. La talla guarda el tamaño de una chica joven y evoca la antigüedad clásica, o mejor dicho el “concepto de belleza” que se tenía en la antigüedad clásica, esa fuerza femenina tan pagana como divina.

Más de una vez se la he mencionado a villamarienses de toda la vida y ninguno había reparado en ella. Tuve que explicar detalladamente su emplazamiento para que al rato me dijeran: “¡Ah!… ¡La estatua del cantero!”. Sí, claro. Pero yo no podía creer (sobre todo viniendo de los muchachos) que vieran un cantero antes que una mujer desnuda.

En el afán de explicarme por qué esa estatua era casi invisible para los demás y tan importante para mí, llegué a dos conclusiones. La primera; que estaba emplazada en el lugar equivocado como lo es una esquina de paso. La segunda; que si esa estatua era tan visible para mí, se debía a que en mi pueblo hay una idéntica. Y yo crecí jugando a su alrededor.

En Ballesteros

A diferencia de su gemela villamariense, la estatua de Ballesteros se levanta en un espacio verde, el que divide el boulevard Roque Sáenz Peña en dos mitades, casi como un pasillo francés al aire libre. Y en ese pasillo francés hay un grupo escultórico de cuatro piezas alargándose de este a oeste. El paseo, según me informaron, fue inaugurado durante la intendencia del doctor Laffourcade allá por los años ´30. Y de este modo, el gobernante homenajeaba la patria de sus abuelos, importando el concepto artístico de sus jardines al naciente Ballesteros. Como si trajera un pedacito de Versalles a una calle perdida en la Pampa Gringa.

Esa estatua de Ballesteros fue “la primera mujer desnuda” que vi en mi vida. Y pasé tardes enteras abrazándola, intentando en vano llegar hasta sus senos. Pero era inútil; mi cabeza apenas si alcanzaba la altura del pubis con rosas. Y yo me hundía en aquel ramo tratando de aspirar un perfume que sólo debían tener las diosas. Efectivamente creía percibirlo tras los días de lluvia, cuando mi enamorada despedía un aroma a musgo de cementerio.

“La fragancia de la eternidad”, me decía yo; que por ese entonces creía que esa mujer de piedra era única en el universo, que tenía la facultad de mirarme y también de oírme. Y estaba seguro que un dios infinitamente misericordioso la había puesto frente a mi casa para que yo entendiera de pequeño el valor eterno de la belleza, esa que me era sistemáticamente negada por mis compañeritas de primario. Por eso, cuando fui adolescente y vine a la escuela a esta ciudad, tuve un sobresalto la tarde en que vi “su doble” en la esquina de Yrigoyen y Entre Ríos. Se trataba de una mujer de un blanco inmaculado pero a diferencia de mi novia derruida, esta no me conocía en absoluto.

Diosa de mi corazón

Cuando estudiaba en Córdoba, conocí a dos gemelas. Una (la que a mí me gustaba) se casó muy joven y dejó un tendal de pretendientes, entre los que lamentablemente me contaba yo. Hace pocos días la vi. Y a pesar de los años y los hijos, no había perdido nada de su hermosura. Su hermana en cambio, se quedó vistiendo santos. Y aunque me han dicho que ambas siguen siendo “dos gotas de agua”, es evidente que una de ellas no emite amor.

Algo parecido me pasó con estas dos estatuas. Hijas de un mismo padre escultor, una fue puesta en el corazón de un pueblo tranquilo para estar rodeada de niños y ser amada, mientras que la otra fue clavada en una esquina de paso en una ciudad creciente, condenada a pasar desapercibida a pesar de su púdica desnudez.

Por más que mi diosa de pueblo siga despintada, su belleza original sigue intacta. Sus ojos me reconocen cada vez que llego a mi vieja casa y sé que me escucha cuando le digo: “Hola, Diana querida, diosa absoluta de este corazón que nunca se fue de tu lado ni del pueblo”.


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