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miércoles, 23 de noviembre de 2022

HOTEL ITALIANO PARA EL BALLESTEROS DE 1900 ///ENTREVISTA A FRANCISCO “PANCHI” MIRGONE/

 HOTEL ITALIANO PARA EL BALLESTEROS DE 1900

///ENTREVISTA A FRANCISCO “PANCHI” MIRGONE///

Por Iván Wielikosielec










Hace un par de años y cuando aún vivía en el pueblo, mi vecino Gastón me prestó unas herramientas. Ambos estábamos abocados a la albañilería. Yo, transformando las ruinas de una tienda en un monoambiente; él, construyendo un departamento en la parte trasera de lo que alguna vez fuera “Casa Zinna”. 


Gastón me hizo pasar y, atravesando el salón de lo que fuera aquel comercio esplendoroso, llegamos a la puerta del fondo. Yo nunca supe lo que había detrás, ni siquiera en las más exóticas especulaciones de la infancia. Y cuando Gastón la abrió, aquella escenografía superó ampliamente la imaginación de un niño. Y es que entramos a un recinto del pasado; a un polvoriento salón de lo que alguna vez fuera un hotel y que, desde hacía ochenta años estaba clausurado. Sin embargo, algo permanecía intacto. La amplitud de un viejo zaguán, los tirantes del techo y también el número en el dintel de las habitaciones; esos óvalos pequeños, esmaltados de blanco donde se leía “uno”, “dos” o “seis” en negro. Exóticas fichas clavadas desde hacía más de un siglo en una pinotea oliendo a lluvia. 


¿Qué hombres y mujeres se habían alojado allí? ¿De dónde venían? ¿Qué buscaban en Ballesteros? ¿Cuántos durmieron esa sola noche en el pueblo y cuántos volvieron después? ¿Cuántos sintieron la voz del conserje que les decía “habitación seis, señor” y dándole una llave dorada como una tea, les habría una puerta en la oscuridad? 

Y lo más curioso de todo: ¿por qué tuve el recuerdo fugaz de algo “ya vivido”? 


No lo supe en el momento pero sí al salir a calle; como si un egiptólogo no pudiera pensar con claridad en el vientre de una pirámide. 


Recordé que ahí, precisamente, se había levantado el “hotel de los Mirgone”, como le decían en el pueblo. Y que alguna vez había visto una maravillosa foto de su construcción. Los Mirgone eran, además, parientes de mi madre. Y ella, en alguna lenta siesta del pueblo, me debe haber hablado de aquel salón y aquellas piezas que me parecían tan lejanas como El Cairo pero que estaban en la misma manzana de nuestra casa.


FOTOS DE OTRO SIGLO


Pasó mucho tiempo cuando le pregunté a Francisco Mirgone (primo hermano, efectivamente, de mi madre) si tenía fotos de aquel hotel y si me podía contar su historia. “Con todo gusto” me dijo por teléfono. 


Al otro día nos reuníamos en un bar y “Panchi” exhumó de una carpeta un montón de maravillas reveladas en emulsión de plata. Y entre esas fotos estaba, precisamente, aquella que viera yo varios años atrás; la de dos hombres posando con bigotes a lo Humberto Primo ante dos pilas de arena en la vereda. Estaban en la Roque Sáenz Peña cuando aún no era un bulevar y “Casa Zinna” no era un  negocio de electrodomésticos sino una enorme fachada de ladrillos. 


“Esos que ves ahí, son dos italianos… -me dice Panchi- Uno es mi abuelo, Severino Mirgone. Y el otro es su suegro, Andrea Peraldo, el padre de mi abuela Julia, es decir, mi bisabuelo." 


"Mi abuelo Severino era de la región de Alessandria y había nacido en 1874. El papá de mi abuela, en cambio, era de Torre Pellice, un pueblito muy cerca de Torino y la frontera de Francia. Como su esposa era francesa también, y mi abuelo de joven tenía barba muy larga, yo pensé que posiblemente ambos fueran valdenses. Y es que muchos de los franceses que practicaban esa religión se tuvieron que escapar a Italia, perseguidos por la Iglesia. Y la zona de Torre Pellice era parada obligatoria. Esa foto que ves, es durante la construcción del hotel, entre 1902 y 1905”.


No dejo de pensar, con cierta ironía, en un valdense construyendo una casa al lado de la iglesia. Y que en un pueblo perdido a comienzos del siglo veinte y al otro lado del océano ya nadie lo perseguía. Había libertad de culto y en el fondo, a nadie le importaba el credo o la filosofía del vecino. Nada de eso tenía valor en un país naciente en medio de la pampa desnuda.


Entonces le pregunto a “Panchi” cómo es que su abuelo llegó a Ballesteros y, por toda respuesta, me relata una historia.


HISTORIA DE UN ÉXODO


“Mi bisabuelo materno vino primero a Leones y de Leones, a trabajar en el campo de Ballesteros. Pero luego, su hija Julia se casó con mi abuelo Severino, que ya estaba acá. Mi abuelo había llegado primero a Bell Ville, donde estaba su hermano Juan, que se había puesto una fonda; es lo que luego sería el Hotel Italia, que todavía existe. Este hermano había llegado a Bell Ville en 1895, y aparentemente mi abuelo se vino poco tiempo después, apenas terminado el servicio militar”.


-¿Qué era exactamente una fonda en aquel entonces?

-Era un lugar donde daban de comer y dormir, pero a la vez era almacén con despacho de bebidas. Los hombres que se bajaban a comprar, siempre se tomaban algo y jugaban a las cartas. Y dejaban a las mujeres esperando en el sulki. Y mi abuela, como le daba pena ver a esas mujeres, las hacía pasar a la cocina y les daba algo de tomar mientras charlaban; por eso ella era muy querida. Pero a los pocos años, mi abuelo y mi abuela dejan Bell Ville y se vienen a Ballesteros a poner el hotel. Digamos que ya tenían experiencia en el rubro...


-¿Y era el único hotel del pueblo?

- ¡Noooo! ¡En esos tiempos había tres hoteles en Ballesteros! Estaba el de los Borio y también el de los Pucetti. El pueblo tenía una movilidad distinta y todo dependía del tren. De hecho, uno de los hoteles estaba en el Bulevar Irigoyen, al frente de la estación. 


-¿Y hasta cuándo tienen el hotel tu abuelo y tu papá?

-Mi abuelo fallece en el año ´28, cuando mi viejo tenía 19 años. Así que con su hermano Andrés, que era tres años mayor, se hacen cargo. Lo tienen unos 15 años más hasta que deciden cerrarlo en el ´44...


-¿Por qué?

-Porque se había inaugurado la nueva ruta 9 y el ferrocarril había dejado de tener protagonismo. De hecho, toda la dinámica del pueblo cambió... Mi viejo me contaba que apenas pasó la ruta en el ´39 o el ´40, él le había planteado a su hermano vender el hotel, pero Andrés no aceptó. Sin embargo, al final, lo llevaron a remate y se fueron a Rosario. De hecho, mi hermana Alba nació allá, en ese mismo año. En Rosario, mis viejos y mi tío concesionaron el Club Provincial, pero nos contaban que era muchísimo trabajo y al poco tiempo se vuelven porque se les terminó la concesión. Mi tío se va a trabajar a la fábrica Minetti, cerca de Córdoba y mis viejos se instalan otra vez en Ballesteros. 


-Y ya no se ponen un hotel…

-¡No! (risas) Esta vez no... Al poco tiempo, y durante las intendencia de Maximiliano Bauck y Miguel Davicco, que eran peronistas, mi viejo fue secretario de la Municipalidad. Pero en el ´55 y tras el golpe de Estado, los echan a todos. Tres años después, en 1958, mi padre entra como juez de paz. Después, con toda la familia, nos trasladamos a Villa María, donde mi papá fallece en 1976 a los 67 años. 


NOSTALGIAS DEL “20 DE SEPTIEMBRE”


-¿Quiénes venían al hotel?

-Gente de todo tipo y de todas partes. Sobre todo trabajadores e ingenieros del ferrocarril, ingleses que se quedaban un tiempo y alguna gente de paso. Una vez estuvo Hugo del Carril porque se le había roto el auto... Así que se lo dejó a mi papá, que se lo arregló y luego se lo llevó hasta Córdoba. Hugo del Carril se había ido en tren porque tenía que actuar…


-En una palabra, “para un peronista no hubo nada mejor…

-…que otro peronista! (risas) ¡Nooo! En ese tiempo había mucha gente de bien que lo único que quería era ayudar y servir al prójimo, independientemente del partido político…


-En el pueblo,  todos le dicen “el hotel de los Mirgone” ¿Tenía algún nombre?

-Sí… Se llamaba 17 de septiembre o 20 de septiembre, como el aniversario de Italia… No me acuerdo bien… Lo que sí te puedo decir, es que el hotel pasó por distintas etapas ¿Ves en esta foto? Había techos de tirantes pero después fue remodelado. Un amigo de mi abuelo, que era artista plástico de Bell Ville, le había pintado todo el estucado… ¿Ves? ¿Lo ves en esta foto?


-Podría haber sido un hotel italiano ¿no?

-Es que “era” un hotel italiano, aunque estaba en pleno Ballesteros...


-¿Te queda alguna nostalgia de aquel lugar?

-Sí, todas estas fotos… Y también los relatos de mi viejo y de mi abuela, que todavía recuerdo… Eso fue para todos nosotros aquel hotel, una tradición oral y familiar… ¿Por qué me lo preguntás?


Quisiera decirle que porque yo también tengo una nostalgia por ese lugar que jamás conocí y que estaba en la misma manzana de mi casa; pero es un sentimiento que no sé de dónde me viene. Ese hotel con piezas derruidas que aún se mantiene en pie y que una tarde me mostró Gastón, casi sin querer.


Vuelvo a bajar como un egiptólogo a las catacumbas de la melancolía, cuando alguien me dice: “habitación número seis, señor”. Y me doy vuelta para recoger la llave y abrir, una vez más, las puertas del olvido.

miércoles, 16 de noviembre de 2022

A 150 AÑOS DEL CAUTIVERIO DE CELSO

 A 150 AÑOS DEL CAUTIVERIO DE CELSO

Por Iván Wielikosielec






//Villamariense de nacimiento y ballesterense por familia, el doctor Carlos Caballero homenajeó a su abuelo en el cementerio de Ballesteros Sud y pidió por un museo en el pueblo//


El hombre que está enterrado en la tumba blanca y mira desde una foto color sepia, se parece demasiado al otro, al que acaba de llegar al cementerio y, casi como un rito, cuelga la bandera de la Nación Ranquel en la tapia. Ambos tienen la mirada lejana, tal vez cansada de hablar o de haberse quedado callado mucho tiempo. Como si tanto las palabras como el silencio al final se fundieran con el viento. Sin embargo, el hombre hará uso de la palabra. Y acaso a muchas de ellas (sobre todo a las araucanas) se las dicte su abuelo desde la tumba. Porque durante la media hora que dure su discurso (acaso la mejor clase de historia argentina a cielo abierto que se haya impartido allí en muchos años) ambos, nieto y abuelo, serán una misma entidad; una “aurea catena” que atraviesa el tiempo y trasciende la muerte.


UN RELATO QUE YA ES MITOLOGÍA


“Esta no es fecha para celebrar ni para entristecerse, sólo para recordar lo que hemos leído alguna vez; un drama en las pampas. Sólo que esta vez al drama le podemos poner cara, apellido y fechas”, dijo muy emocionado Carlos Caballero ante un escueto auditorio conformado por familiares, el secretario de gobierno de Ballesteros Sud Isidro Suárez, la legisladora provincial Graciela Sánchez de Martellono (en representación de Ballesteros) y algunos periodistas villamarienses.

“Siempre en nuestra familia existió el tema del cautiverio del abuelo –prosiguió Carlos- Pero yo tuve la suerte de poder investigar. Y lo que pasó fue que aquel día, como el de hoy  pero hace 150 años, fue que Celso estaba en la estancia de Martín Ramos, un pariente suyo en lo que hoy es La Remonta de Ordóñez, cuando ve que se mueve La Pampa, como se decía en aquella época. El abuelo tenía 15 años, sabe que es el malón pero se da cuenta que no puede regresar a la estancia. Y entonces se mete en una cañada. Pero su caballo se queda arriba con una piola y los indios se dan cuenta que hay alguien. Lo encuentran y lo suben porque al malón lo perseguían las tropas de Villa Nueva y de Bell Ville, que eran los acantonamientos militares. Pasan de noche por La Carlota, Celso ve las luces distantes y dice adiós a su madre y a la civilización, porque sabía que era casi imposible volver. Hicieron cien leguas al galope y al otro día llegaron a la toldería de Mariano Rosas, en Leubucó, La Pampa. Y el indio que lo tenía cautivo, un tal Ralco Arias, lo entrega; porque los indios hacían esos malones en sociedades para juntar caballada, aperos y lanzas y luego rendían cuentas. Celso está un tiempo allí y luego lo llevan a Poitahué”. 


CABALLEROS DE LA MEMORIA


“¿Qué hizo el abuelo con los ranqueles? Yo fui lanza principal de Pincén Chico y estuve en sus principales cargas, dice en el libro escrito por Ricardo Caballero; porque los cautivos tenían que participar en todas las correrías. Sus padres, por otro lado, no dejaron de reclamarlo. A esto lo encontré en el libro “Cartas de frontera”, de la historiadora Marcela Tamagnini. Allí había diez cartas donde mi bisabuelo, Nemesio Caballero, se dirigía a los curas del convento de San Francisco de Río Cuarto y a la Comandancia de Villa Mercedes pidiendo por su hijo. Mi abuelo regresa al pueblo tras un largo periplo, allá por 1890. Aquí ya casi nadie lo conoce y se siente triste, viejo, cansado y desconocido. Luego se casa con mi abuela, con quien era primo, y nacen sus tres hijos; el mayor, de 1904, fue mi padre... Unos años después, dos indios llegaron al pueblo a caballo en busca de Celso. Eran los hijos que había tenido con una mujer ranquel. A los muchachos le había pasado el dato un resero, que en ese tiempo llegaban con las tropas de las pampas a la cordillera. Le dijeron que su madre había preguntado por él y querían saber si necesitaba algo. Se quedaron unos días pero el abuelo les dijo que se iba a quedar porque este era su pueblo. Mi tía Emma, hermana de papá, contaba que sabía venir a casa un hombre a visitar a Celso con un paquete; se iban al fondo y hablaban un lenguaje que ella no entendía. Luego hacían fuego, tiraban alones de avestruz y los comían al rescoldo. Cuando ese hombre venía, había que llevarles una botella de vino y se quedaban ahí, charlando toda la tarde. Mi abuelo vivió en Ballesteros Sud hasta 1920 y murió en Villa en 1938, ciego de cataratas, en lo de su hija Emma. Celso nunca quiso hablar de su cautiverio. Venían a verlo periodistas de Buenos Aires y a veces decía algo. Pero a quien más le contó fue a su amigo, el doctor Ricardo Caballero, que en 1936 publicó “El cautiverio de Celso”. Ballesteros le debe a Ricardo su homenaje también; no sólo por haber sido vicegobernador de Santa Fe en 1914 sino por el escritor y médico que fue. Pero también Ballesteros Sud le debe a su comunidad un museo por ser, sin dudas, el pueblo con más historia de todo el sudeste cordobés. Porque cuando los viejos de mi generación se mueran, ¿quién les va a contar estas cosas a los más chicos? Saber la historia de un lugar es motivo de orgullo y permanencia. Quien ama Ballesteros Sud, no querrá irse nunca más de la tierra que vio nacer y morir a Celso y a Ricardo”.


IW

(15 noviembre 2022)

ESCUELA RURAL DE “LA HERRADURA” -GÉNESIS DE UN MILAGRO EN EL DESIERTO

 ESCUELA RURAL DE “LA HERRADURA”

-GÉNESIS DE UN MILAGRO EN EL DESIERTO-

Por Iván Wielikosielec












Los alambres se entrechocan contra el caño con como si afilaran lejanos cuchillos. Y en lo alto del mástil, la bandera flamea con rumor de ropa al viento; vela de un barco que se hace a la inmensidad de un mar donde en vez de barcos hay tractores y los únicos transatlánticos son galpones en la distancia. Y acaso "la escuelita" en el fondo sea eso; un arca que hace 116 años ancló en esta llanura como aquella otra nave bíblica que, una vez encallada en un monte, fue la primera escuela humana tras el diluvio.


Si pienso todo esto es porque en el patio vacío, el calor es digno de un desierto; y la bandera parece decir, en su rumoroso lenguaje de ropa tendida, que “esto también es la patria”. Y porque pido a Dios que llueva pronto y apague todo este calor con un diluvio. Pero lejos de escuchar una voz desde las nubes, quien me habla es la profe Stella Maris. 


-¡Vení que te estamos esperando! 


Una vez adentro, Stella Maris me presenta a la preceptora Mica (Micaela Sierra), a la profe Meli (Melisa Sosa) y al profe Pedro (Olmedo); que junto a su esposa son, en cierto modo, el “alma matter” de la escuela. 


-El sólo vino de visitas… Quería conocer la escuela y lo traje, así que cuéntenle un poco -les dice mi amiga, y se va a dar su clase de Historia. 


Tras una breve charla, Mica me dice que debe tomar lista y Meli se va a su curso. Pedro, en cambio, me da unos minutos más de su tiempo y nos quedamos en la salita de recepción. Y cuando me empieza a contar sobre los inicios del colegio, le digo que espere un segundo y saco mi grabador. Él se ríe y yo me disculpo por mi manía periodística. “Ahora sí, Pedro, te escucho”…


CUANDO "ESCUELA" ES IGUAL A "FAMILIA"


“Te decía que la escuela arrancó en el 2004 con apenas cinco chicos... De hecho, empezamos no como escuela sino como CBU rural, dependiente del IPET de Ballesteros... Ahora dependemos del Manuel Belgrano de Bell Ville y somos el IPEM 290 Anexo La Herradura... En aquel tiempo, teníamos una maestra tutora que a su vez era la directora. Y también veníamos algunos profes que les dábamos las distintas materias. Los primeros alumnos fueron nuestros mellizos, los hijos de la Jor (Jorgelina Capra) y míos. También venía una chica que falleció en un accidente y otro chico de 17 años que trabajaba en el tambo con el padre… Después de las vacaciones, se incorporaron más alumnos. Y el milagro fue que en el 2006 ya teníamos treinta … Habían empezado a venir de Ballesteros Sud y de Ballesteros Norte. Hoy tenemos 130 alumnos, un número que no esperábamos ni en sueños…


-Tanto vos como Jorgelina son los únicos profes que viven acá y, en cierto modo, son los fundadores del secundario…

-Algo así (risas)… Pero mirá, todo esto fue providencial… -dice Pedro, acaso porque no puede poner un calificativo que no sea bíblico para explicar lo que pasó en estos casi veinte años- Nos acabábamos de recibir en Las Rosarinas de Villa María; yo de profesor de literatura y la Jor de trabajadora social. No era fácil conseguir trabajo y a la vez nos queríamos ir de la ciudad. Y apenas llegamos a La Herradura, nos miramos y nos dijimos: “¡Este es el lugar!”, como quien dice “¡Acá está la tierra prometida!”… 


-Y apareció la casa…

-Sí... Eso fue el año anterior, en el 2003… ¡Pero no sabés la ruina que era! Esa casa había sido una fábrica y estaba abandonada desde hacía cincuenta años… Había alimañas, peludos, raíces de eucaliptus en los techos… Lo que te puedas imaginar… Y gracias al padre Fabián Gili, que es de acá, nos enteramos que la fábrica pertenecía a Saputo, de la firma Pérez Companc. Y como ese grupo empresarial tiene relación con la Iglesia, el padre Fabian junto al padre Alberto Bustamante, empezaron a moverse para que nos cedieran el lugar. 


-Y por lo visto, lo consiguieron...

-Sí, por suerte... Pero faltaba lo más duro. A la casa la reconstruimos de cero y toda con material reciclado… Madera de tarimas, postes de luz en desuso… Me acuerdo de un viaje que hicimos hasta Córdoba y nos trajimos cien postes de Cablevisión y terminamos los techos…. La gente de acá nos donó chapas y a la mano de obra la puso la parroquia del Padre Hugo, en Villa Nueva… Gente muy acostumbrada a ayudar y dar una mano al prójimo... 


-Y la casa se volvió escuela y la escuela se volvió casa…

-La escuela funcionaba ya, pero en 2005 nos instalamos definitivamente y nos convertimos en “familia de acogida”. O sea que le dábamos cama y comida a los alumnos que se quedaban de lunes a viernes… La mayoría, eran chicos judicializados que venían de Villa María y con una situación social muy complicada. Algunos estaban a la deriva; otros, tenían la mamá o el papá presos… Nuestra idea era ayudar a esas familias…


-¿Cómo explicás que en un lugar tan apartado haya un colegio secundario exitoso?

-Se lo debemos a la Iglesia y a todos los vecinos de La Herradura que trabajaron sin parar… El ex intendente de Ballesteros Sud, Boaglio, siempre me decía: "durante mi gestión no paré de pedir un secundario y nunca me dieron bolilla… Y ustedes, con una sola carta, lo tuvieron…” (risas) ¡Pero no fue la cartita nuestra sino los contactos que hizo el padre Alberto Bustamante! Él fue fundamental para conseguirnos esta casa y hacerla abierta para todos…


-Contáme sobre el funcionamiento de la escuela y su población…

-La escuela es de jornada simple con orientación en agroambiente, pero algunas mañanas funcionan talleres en nuestra casa. Uno es de literatura y lo dicta la escritora Marina Jiménez. El otro es de Huerta y lo da mi hija Natalia, que estudia Zootecnia en Córdoba y viene cada fin de semana. En cuanto a la población, la escuela tiene un treinta por ciento de alumnos de la zona rural por los tambos. Los otros chicos vienen de Ballesteros y Ballesteros Sud, y hay varios de Villa María también; dos de ellos con la currícula adaptada. También tenemos ocho chicos de la comunidad boliviana provenientes de los cortaderos de Ballesteros Sud. Hay dos colectivos que llevan y traen los chicos todos los días, y ese es un milagro también…


-O sea que, mientras hay clases, La Herradura duplica su número de habitantes…

-O los triplica… (risas). Pero también hay chicos que vienen a la huerta los sábados. Hacemos algarrobos y le damos a la gente del lugar, ya que hay una ley provincial que obliga a todos los campos a sembrar el tres por ciento de su superficie con especies nativas… En cuanto a las materias, tenemos lo clásico; cinco horas de Lengua y cinco de Matemática de primero a tercer año. Desde cuarto, ya hay materias técnicas específicas; dictadas por varios ingenieros agrónomos del plantel…


-¿Cómo es la relación de ustedes con la gente del pueblo?

-Es muy buena porque los habitantes de La Herradura quieren mucho este lugar. Y de hecho, lo tienen en condiciones excelentes… Yo siempre digo que acá estamos en un country (risas), en un cruce estratégico entre los dos Ballesteros, Villa Nueva, Ausonia, Villa María y Cárcano… Y los caminos están muy buenos porque los dueños de los campos crearon un consorcio que los mantiene… Además, acá no hay soja. Es la cuarta generación de tamberos y quieren mucho el lugar y la tierra. Las familias históricas como los Gili, los Frosasco, los Giovana o los Boaglio, no se han ido nunca ni creo que se vayan… Y apoyan mucho la escuela porque todos estudiaron acá, en la Ingeniero Aníbal V. Sánchez, que es la primaria…


Pedro se da cuenta que debe entrar a su clase y, cuando empieza a charlar con los chicos de cuarto año, le saco algunas fotos desde la puerta, para no importunar la clase. Luego camino por la escuela como un “zombie” en una casa abandonada. Por suerte, paso desapercibido. Pero cuando algún chico me mira, me sonríe. Como si en el campo, los seres humanos sólo estuvieran interesados en comunicarse con sus semejantes para transmitirle aceptación y empatía.


EN LA CAPILLA


Vuelvo al patio vacío y una vez más escucho el viento y los cables en el mástil. La profe Stella Maris me dice: “Vamos a la casa de la Jor así la conocés”. 


Jorgelina Capra es de mi pueblo, y hace exactamente 40 años que no hablo con ella; desde alguna tarde en el primario de Ballesteros. Le doy un abrazo y no puedo creer que aquella nena ahora sea esta mujer madura de cabello lacio y algo encanecido, madre de 9 hijos y ama de llaves de una familia de acogida. Y, sobre todo, profe de un lugar donde cada día se produce el milagro de poblar durante seis horas el campo.


Jorgelina me completa la historia que inició su esposo y me dice cómo terminaron los techos. Luego me habla de los primeros chicos que al hospedarse en el hogar se convirtieron, también, en hijos (en más hijos todavía) de la escuela y de su casa. Luego me dice de las semillas de algarrobo que su hija trae cada fin de semana de Córdoba, de los talleres de Huerta y su idea de catalogar todas las especies en los bosques circundantes para hacer de La Herradura una reserva de “plantas nativas”. 


Pero como Jorgelina no sólo es el ama de llaves de la familia de acogida y la escuela sino también de la capilla; me invita a visitarla. Y entonces, atravesando un camino de algarrobos y paraísos, nos encaminamos al templo. Una vez allí, Jorgelina abre la enorme puerta de lata y entramos a un recinto alto y fresco, apenas iluminado por la luz azul y rosada de los vitrales; ojos que vierten el fulgor de la tarde y lo convierten en melancólicos caleidoscopios. Saco fotos de la capilla y de uno de esos vitrales. No he podido sacar buenas fotos en toda la tarde por timidez, pero ese “ojo” es la mejor. 


Le digo a Jorgelina, retomando mi idea, que esa capilla se parece a un arca. Ella sonríe y me cuenta de las misas que hay cada cuatro domingos, en las novenas y las procesiones del “gauchaje”, esos que cabalgan leguas enteras entre el polvo y al llegar se ponen el traje que traen doblado en la montura.


Al final de la visita, nos saludamos en la puerta. Jorgelina me dice que me esperan siempre y yo, que seguro volveré muy pronto. Stella Maris remonta el camino y me vuelvo para mirar esa fábrica que alguna vez fuera ruina y ahora es un hogar. Cuando pasamos por la escuela, el patio está vacío. Stella Maris me pregunta si quiero sacar alguna última foto antes de partir pero le digo que no, que lo dejaré para la próxima. Desde el auto escucho los cables contra el mástil pero entonces, como una señal, suena el timbre. Los chicos salen al recreo y llenan el campo con sus voces y la tierra seca con sus colores. Saludan al auto de lejos y vuelve a haber milagro en el desierto.

domingo, 18 de septiembre de 2022

ROLANDO BUSTOS, MEMORIA LUMÍNICA DE BALLESTEROS

 ROLANDO BUSTOS, MEMORIA LUMÍNICA DE BALLESTEROS

Por Iván Wielikosielec














Sentado en el bar Por Iván Wielikosielec la YPF a contraluz del ventanal, Rolando recuerda otras luces; esas que ya no existen en el pueblo y que, si de casualidad volvieran a encenderse, no las vería tras la verde ceguera de sus anteojos. 


Las primeras son los siete focos que su padre, Domingo del Pilar Bustos, gestionó como secretario de gobierno de Florindo Rivera para las diez cuadras que iban a la rut

sábado, 10 de septiembre de 2022

BALLESTEROS SUD, 21 AÑOS ATRÁS

 BALLESTEROS SUD, 21 AÑOS ATRÁS

Por Iván Wielikosielec






















Ayer encontré, limpiando viejos archivos, la primera nota que hiciera en Ballesteros Sud. Fue en octubre del 2001 y la escribí para “Aquí Vivimos Villa María”. Aunque el centro de la revista era aquella ciudad, yo me había propuesto visibilizar sus alrededores, especialmente mi pueblo y su “hermano mayor” del sur. Y aunque leído 21 años después, mi texto me pareció bastante pobre, no me ocurrió lo mismo con la voz de los entrevistados. Mucho menos con las fotos que sacara Roberto Zayas. Y es que con el paso del tiempo, tanto los testimonios como las imágenes fueron tomando una fuerza inusitada, ganando un valor casi antropológico para mí. Y esas fueron las razones por las cuales aquella crónica no fue a parar a la basura.


Tengo recuerdos fugaces de aquella tarde de 2001. Me acuerdo, por ejemplo, cuando llegábamos a Ballesteros Sud en el auto de Roberto. Era una siesta de calor y de lejos se veía el puente, como una invitación a cruzar al otro lado del tiempo. Hacía siglos que yo no visitaba el pueblo; y lo encontré muy cambiado con respecto al de mi infancia. Eran pocas las casas antiguas que seguían en pie, y ya casi no quedaban árboles añosos en las veredas. Las primeras habían sido reemplazadas por viviendas de planes y los segundos, por plantitas de adorno. Los sulkys le habían dejado paso a los autos y los almacenes de ramos generales a los kioscos. Y aquel pueblo, que siempre me había parecido una sucursal del siglo diecinueve a cinco kilómetros de casa, entraba de pecho en el veintiuno.


Sin embargo, todavía quedaban vestigios de la historia y del pasado. Y de esas cosas quise dar cuenta en esa nota, al margen de un breve paneo de su vida social. Así, la primera postal humana que encontramos con Roberto, mereció su primera foto y mi primera entrevista. Y esto fue lo que escribí.


UNA SIESTA EN “LA VIEJA ESQUINA”


Tres de la tarde de un martes. Diego, Walter y Julián, de 21 años cada uno, acompañan a José Luis mientras pinta las letras del bar “La Vieja Esquina”. Saben que son la poca sangre joven que se quedó en el pueblo, junto con otro puñado de chicos que no llegan ni a la docena.


“Casi no hay juventud en Ballesteros Sud. Somos nosotros tres y una barrita de chicas que todavía no se han ido. A veces vamos todos a bailar a Idiazábal, Bell Ville, Morrison o Villa María” –comenta Diego.


“Acá trabajamos en lo que podemos y los únicos laburos que todavía quedan son la siembra de la soja y del trigo, descargar algún camión y pará de contar”, dice Walter con tranquila resignación. 


Mientras tanto José Luis, flaco y alto, con el pelo cortado a lo militar, prosigue en su labor de letrista y comenta: “Yo soy de acá pero vivo en Buenos Aires, en el partido de la Matanza donde trabajo de policía. Como ahora estoy de vacaciones, aprovecho y le doy una mano al otro José Luis, que es mi amigo”.


Entonces José Luis López, el nuevo consignatario del bar, nos abre la puerta y nos dice: “Pasen, muchachos”. Aunque el bar está desierto, es digno de atención el cariño que le ha puesto a la remodelación y al orden. Se lo digo. “Y… uno hace lo que puede… -dice con una mezcla de resignación y de orgullo- Como la situación está difícil, nos asociamos con un primo. Hacía cinco meses que la señora que atendía el bar lo dejó. El fin de semana mejora un poco porque en el club hay zona y vienen a jugar a las bochas de todos lados. A veces hay algún campeonato relámpago de fútbol y eso ayuda. Durante la semana, la cosa merma, pero igual vienen los clientes a tomar algo y juegan a las cartas. Demasiado para lo chico que es el pueblo…”


Antes de irnos, le pregunto a José Luis por el trabajo de las mujeres y me cuenta que la mayoría cose pelotas de fútbol. Me sugiere una casa y allá vamos.


COSEDORAS DE FÚTBOL


Yanina y Marcela están sentadas en el patio de ladrillos que da a la calle. Cada una se concentra en los cascos pentagonales que van uniendo con gran destreza y aguja mediante. Yanina ya tiene su pelota casi armada, mientras que Marcela está empezando una nueva.


“Acá, la mayoría de la gente cose fútbol –dice Yanina- Hay una señora de Ballesteros Norte que nos trae los cascos de Córdoba o Bell Ville y los armamos. Este es un trabajo por temporada y ahora hay mucho. Pero cuando empieza el invierno, casi no queda nada. Si tenés tiempo, podés coser a mano tres pelotas por día. En cambio si cosés con pinza, podés armarte alguno más. Nos están pagando $1,60 por pelota, pero el año pasado nos daban $2,40. Igual es uno de los pocos trabajos que hay acá y no es sólo para las mujeres. Hay muchos chicos que recién se casan y como no tienen trabajo, cosen también”.


Sin embargo, ellas no sólo sienten el rigor de la falta de empleo sino también el karma de haber quedado a trasmano del progreso, en un pueblo amenazado por el éxodo masivo.


“Hoy en día, la población de Ballesteros Sud está en 450 habitantes contando algunas colonias” comenta Marcela- “A la vez, el pueblo ha progresado con respecto a los últimos veinte años. Se pavimentaron las calles, se pusieron carteles con los nombres, se instaló el alumbrado público y se refaccionaron los edificios de la municipalidad y la iglesia”.


Amén de las mejoras, las chicas sienten que la situación laboral no ha cambiado en absoluto. “Al pueblo se le han hecho arreglos pero tendría que haber más empleo –señala Yanina- Hace un tiempo, se decía que iban a poner una fábrica para que trabajen las mujeres; que se iban a producir prendas de grafa para el campo... Pero al final, como siempre, no pasó nada. Hace veinte años que vivo acá y siento que la cosa está igual. Seguimos lejos de todo”.


Cuando le cuento a las chicas la idea de mi nota, me mandan de la jueza de paz. “Ella conoce mucho del pueblo y su historia”. Y cinco minutos después estamos golpeando su puerta.


“POR SU HISTORIA Y POR SU GENTE”


“A este pueblo le cuesta crecer porque la mayoría de la gente, cuando obtiene algún recurso, se va a otra parte. O sea que no deja su conocimiento ni su capital aquí”, comenta Eugenia Bópolo, la jovencísima jueza de paz de Ballesteros Sud- Además, estamos alejados cinco kilómetros de la ruta 9, que es por donde pasa todo; Aunque el primero en quitarnos los habitantes fue el ferrocarril, a 4 kilómetros. A la vera de esas vías nació Ballesteros Norte, y sus primeros habitantes fueron las personas que partieron de acá en busca de nuevos horizontes”.


-¿Cómo está el pueblo a nivel laboral?

-En  estos momentos tenemos una sola fábrica, que es la quesería de Heroles. Allí trabajan unas pocas familias del pueblo desde hace años. Por otra parte, nuestros chicos trabajan de lo que venga. Los que pueden estudiar, se van a Villa María, Bell Ville o Córdoba y generalmente ya no vuelven. Actualmente casi no hay profesionales en la localidad excepto el médico y los maestros de la escuela. El campo también está resentido porque se han traído máquinas. Y lo que antes hacían doce personas, ahora lo hacen dos. Por estos días, mucha gente se dedica a coser pelotas de fútbol como salida laboral.


-¿Y ayudas del gobierno?

-El año pasado todos nos ilusionamos con los Planes Trabajar, pero Ballesteros Sud no pudo acceder a ninguno. ¡Y era lógico! Acá no hay ninguna empresa que pueda emplear a los jóvenes o a los jefes de familia desocupados. Así que esa medida nos pasó de largo, como tantas otras cosas…


-Además de jueza de paz, dicen que conocés la historia del pueblo…

-La historia de Ballesteros Sud es muy atrapante y muy rica. Acá han vivido familias ilustres en las primeras estancias que se asentaron, mucho antes de la fundación del pueblo en 1828. Y porque próceres como Sarmiento, Belgrano y en especial el general José María Paz, hacen mención en más de una oportunidad a este lugar. Actualmente, estoy redactando unos trabajos sobre temas que me fascinan, pero voy de a poco.


-¿Cuándo asumiste como jueza?

-El 20 de junio pasado. Fue la primera en la historia que hay juzgado de paz aquí, y yo tengo el honor de ser la primera jueza. Todavía no tengo asignado un lugar, pero mientras tanto una señora amiga me prestó una piecita.


-¿Por qué se quedá en Ballesteros Sud Eugenia Bópolo?

-Por su historia y por su gente. En el pueblo hay mucha paz y mucho compañerismo. El único momento en que el pueblo se divide es cuando hay elecciones. Ahí tenés que tomar partido; o sos peronista o sos radical (risas). Pero eso dura una semana y después todo vuelve a la normalidad... 


21 AÑOS DESPUÉS


Cierro la revista y por alguna razón que desconozco, aquellas voces vuelven a mi cabeza con un eco lejano. Yo pensaba, por esos días, que el pueblo había cambiado completamente con respecto al de mi infancia; pero es mucho más lo que ha cambiado ahora con respecto al de ese octubre del 2021. Hoy casi ya no quedan casonas antiguas. El ancestral ladrillo visto del siglo diecinueve ha sido reemplazado por el revoque plástico de colores. Ya no se ven cosedoras de fútbol en la vereda y la esquina del viejo club Unión ha desaparecido para siempre. Sin embargo, algunas cosas siguen como ese entonces. La misma cantidad de habitantes y la misma jueza de paz; el mismo y maravilloso puente de 1908 y la escuela Julián Aguirre de 1909, que aquella tarde no pudimos visitar con Roberto por falta de tiempo (años después, yo haría muchas notas ahí, con las “seños” Gaby y Marisa). También se mantiene la capilla San Juan Bautista con su puerta tallada a golpes de hacha y sus hogueras del 24 de junio. Y el cementerio “indio” como una reliquia a cielo abierto en tiempos del malón. 


Pero lo que sigue absolutamente intacto en Ballesteros Sud, es el ancestral sentido de pertenencia de sus habitantes; ese que comparten junto a mitos y leyendas, donde el cautiverio de Celso Caballero allá por 1870, acaso sea el más importante.


Las voces dejan de hablar en mi cabeza y vuelve el silencio de esa siesta. Y luego, el motor del auto de Roberto que arranca.

Lo que también recuerdo de aquella tarde de hace 21 años, es haber hecho lo que hacía cada vez que atravesábamos el puente en la niñez; darme vueltas para ver el último pantallazo del pueblo antes de la curva; como si pudiera saludar de manera fugaz esa orilla del pasado.


IW

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