Domingo, 12 de junio de 2016
Construido en 1892, el cementerio de Ballesteros aún conserva construcciones de incalculable valor histórico. Este es un recorrido por las calles de una necrópolis que, a 150 años de la fundación de la localidad, se erige como referente de toda la región
En Ballesteros no es ningún secreto: los panteones de la familia Amiccarelli y Buthet son las “mansiones” más elegantes del pueblo. Levantados hace más de un siglo, son una fabulosa puerta de ingreso no sólo a la necrópolis sino al Siglo XIX todo; ese período en que los primeros inmigrantes europeos traían la arquitectura neoclásica al lejano sudeste.
Con su escalera como la entrada a una antigua capilla y su terraza con balaustrada (balcón al ras del piso que hace pensar inevitablemente en Romeo y Julieta), la morada de los Amiccarelli cuenta con algunos detalles de diseño absolutamente inéditos en la región. Y es que a su portal de arco apuntado (detalle gótico escaso en la zona) debe sumarse su techo piramidal y los triángulos que, a modo de torres-aguja, rematan su altura de atalaya. Sobre la puerta, un triángulo equilátero de mármol oficia de “herradura de la buena suerte” es un símil de la Santísima Trinidad aunque sin el ojo egipcio del billete de un dólar; lo que ha sido visto por algunos especialistas como innegable símbolo masónico.
En esa mansión residencial del más allá, descansa no sólo el primer inmigrante italiano que llegó a Ballesteros, don Carmine Amiccarelli, sino uno de sus descendientes más ilustres; José Ernesto Cacciavillani, el poeta mayor del pueblo. Fallecido en 1984 a los 59 años, “Pepe” cuenta con varios homenajes por su trayectoria cultural y humana: placas de los alumnos de la Banda Municipal, compañeros de Entel, amigos personales y la parroquia.
La avenida perpendicular a la “esquina de los Amiccarelli” lleva del Piamonte a la Francia del sudoeste, más precisamente al panteón de la familia Buthet rematado por una antorcha cuya flama de piedra jamás se apaga. El maridaje de los “Buthet-Journée” dio origen al primer almacén de ramos generales en el Ballesteros de los años 20. Pero al igual que los Amiccarelli, la familia fue emigrando de a poco a otras latitudes; hasta desaparecer por completo de la guía de teléfonos y dejar poco más que algunos parientes lejanos y (por cierto) aquellos impresionantes mausoleos.
Pero además de la fabulosa factura estética de los memoriales, lo que también llama la atención (y hay que decirlo) es el preocupante estado de abandono en que se encuentran. Y entonces le pregunto a mi guía espiritual en la ciudad de los muertos, el sepulturero Luis Bortoletto, sobre ese punto.
“Hace más de seis años que me encargo del mantenimiento del cementerio y jamás vi a los dueños. Por lo que sé, hace tiempo que viven en otras ciudades. Es una lástima porque todos los que entran acá se quedan maravillados con esas construcciones. Si vos te fijás, además de las malezas que crecen en los techos, algunas paredes se están agrietando o les está entrando la humedad”.
Y al contemplarlos de cerca, no me queda más remedio que darle la razón.
Don Eloy Villarreal, el primer ballesterense
Ingresando por la avenida principal se llega a la “parte vieja” que, de unos años a esta parte, ha sido completamente remodelada. A tal punto que del antiguo sector de tumbas bajo tierra apenas si quedan cuatro ejemplares con sus cruces de hierro enclavadas al barro de junio. Un corazón de Jesús donde se unen los travesaños, muestra restos de pintura blanca con el nombre de quien yace. Ilegible caligrafía que se ha ido comiendo el gusano del óxido y el agua de los diluvios.
“Ya no se entierra más gente en Ballesteros. Ahora hay nada más que nichos, panteones y mausoleos. En los últimos diez años casi no ha quedado tierra y esto es lo que se viene”. Y el sepulturero me señala el segundo ingreso donde el albañil Walter está terminando un panteón para cinco personas; uno cuya factura estética nada tiene que ver con el romanticismo el Siglo XIX sino con el pragmatismo sojero del siglo XXI. En el centro mismo de la necrópolis y a la sombra de los panteones modernos, se alza un complejo con los tres nichos más antiguos de la ciudadela. Ahí yacen, desde 1905, Juan Bocchietto, Salomé de Rivera y Eloy Villarreal. Este último, con su nombre grabado en una cruz de mármol, tiene en una placa de cobre un mensaje para la posteridad. “Homenaje de la Municipalidad a uno de sus primeros pobladores”. Fallecido a los 71 años, Don Eloy había nacido 32 años antes que el pueblo. Y según los historiadores, es considerado como “el primer ballesterense”.
Tras varias vueltas a la redonda veo a lo lejos una casona gris y derruida con muchos balcones y ninguna flor. Es el panteón de mi familia materna. Quisiera contarle a Luis de las viejas tardes de la memoria en que veníamos con mi madre a traer flores y ella me decía: “Un día, hijo, esta será nuestra casa”. También decía lo mismo en la vieja cocina de mi abuelo, en atardeceres igualmente deprimentes. Querría contarle a Luis, también, que yo nunca me imaginé “viviendo” en ese conventillo del más allá (ojalá me cremen y tiren mis cenizas al Pozanjón o en el camino que va al cementerio de Villa Nueva); y decirle que tampoco mi madre está allí como lo vaticinó alguna vez (¿con quién hablaría uno de estos temas sino con el enterrador, con quien acaso lo meta a uno ahí adentro?). Quisiera decirle también que en una sucia mañana otoñal y tras una década sin venir al pueblo, pegué con cemento la placa de mi abuelo. “Nació en el Líbano en 1910. Vivió 79 años en Ballesteros”, decía a modo de réquiem silencioso y síntesis brutal de una vida. Quisiera hablarle también de los abuelos árabes de mi madre, de la tía “Mecha” muerta en el parto y de la tía Dalinda, muerta súbitamente a los 15 años como una maldición y un misterio. Pero en vez de contarle estas cosas le pregunto sobre la muerte que le toca ver de cerca cada día.
“Este es un trabajo que requiere de mucho coraje. Al principio yo no lo tenía, pero alguien lo tiene que hacer. Y hoy, para mí, un occiso no es más que un esqueleto. Y hay que hacer las reducciones, los traslados, los servicios… El punto es que para el común de la gente, un cadáver puede ser algo perturbador. Algunos ven el rostro de un muerto y cuando apagan la luz lo vuelven a ver en sus habitaciones. Y no un día sino meses, años o toda la vida. Es difícil este trabajo si sos impresionable. Y a mucha gente le quedan esas imágenes trabajándole por dentro. Hace poco, tuve una de las experiencias que más me conmovieron. Hice un traslado y cuando abrí el cajón, el occiso aún estaba entero. ¡Hacía 52 años que se había muerto y tenía los ojos cerrados como si en cualquier momento los fuera abrir! Tenía toda la barba enroscada y uñas largas. La ropa estaba impecable. Pero como te dije, no soy supersticioso. Ese hombre no estaba metido en un cajón cualquiera sino en un cofre “John Kennedy”, forrado de metal y con vidrio. Y en esos ataúdes, los cuerpos se conservan mejor. Aunque nunca pensé que aguantaría tanto”…
El rito
La otra pregunta que le hago a Bortoletto tiene que ver con algunos rumores que se comentan sobre “ciertos trabajos de necromancia” en el camposanto. “Te han informado bien porque yo mismo he encontrado varias cosas feas; como velas negras ardiendo en nichos abandonados. Mirá”. Y Luis me conduce hasta un complejo de viejas cuevas horizontales como literas abandonadas; camas para habitantes que tienen la potestad de salir y volver a sus moradas sin dejar rastros. Veo la cera goteada que ha cubierto el polvo; lágrimas de sangre lloradas de una herida. A mi lado y como si acariciara el lomo de un viejo animal, el sepulturero palmea la losa de una tumba. “Este hombre que ves acá, practicaba la magia negra. Y no me sorprende que esas velas hayan sido puestas en su homenaje o para que tengan más poder. Vení que te enseño el último descubrimiento”. Lo sigo. En una tumba moderna de la entrada, Bortoletto descubre un mosaico bajo el cual veo el largo cabello de una mujer rubia. “¿Ves? Esto es una trenza. Alguien la puso acá y yo la tapé. No me animo a tocarla. Otras veces he visto sapos con la boca cosida o muñequitos con alfileres. Y entonces trato de correrlos con un palo, sin tocar nada. Si sigo encontrando cosas, voy a llamar al cura”.
Le pregunto si los que hacen los “trabajos” son gente del pueblo. “No, acá nos conocemos todos y esta gente viene de afuera. Estos son ritos satánicos de Brasil, Perú y Colombia. Son trabajos de gente cuyo Dios es el demonio. Lo que espero es no encontrarme nunca con un sacrilegio ¿Vos sabés lo que es un sacrilegio? –me pregunta Luis a boca de jarro. Y yo, sin saber exactamente a lo que se refiere, niego con la cabeza- Te lo explico. Un sacrilegio es que llegués un día y que haya un cajón afuera de la tumba abierto y con el occiso tirado. Eso es lo peor que te puede pasar. Por suerte nunca lo he vivido pero hay otros sepultureros que sí, y me lo han contado. Por eso me gustaría que acá hagan una tapia de dos metros, que pongan reflectores y que la Policía se dé una vuelta en las horas pico de la noche, entre la una y las cinco de la mañana. Porque tampoco es que haya sólo trabajos de magia negra”. Le pregunto a qué se refiere. “Me refiero concretamente a que vienen jóvenes a ingerir alcohol, a fumar faso y a inhalar vaya a saber qué cosas. Un montón de veces encontré las cajitas de vino cortadas y las botellas de fernet y de coca. También decenas de preservativos y papel higiénico entre las tumbas. Como te decía antes, yo no soy supersticioso pero respeto los lugares sagrados. Un día ellos también van a estar muertos y no les va a gustar que los vivos traten así su memoria”.
Le doy las gracias por su invalorable testimonio, un fuerte apretón de manos y la promesa de verlo pronto. Y antes de abandonar el oscuro reino, me doy una última vuelta por los sectores remodelados del camposanto. Y me digo que el cementerio de Ballesteros tuvo el mismo desarrollo que el pueblo; porque un gran sector que antes era de tierra se volvió inmenso barrio de casas con pavimento. Y entre las nuevas viviendas veo la tumba de mi madre. Está en un panteón doble esperando por la llegada de su segundo marido. Miro su foto. Es la misma que una tarde nos sacaran a los dos en el patio. Sólo que yo recorté su cara en forma oval para la placa. Fue una de las pocas veces que la vi sonreír a mi lado. “Un día esta será nuestra casa”, me vuelve a decir en el eco de mi cabeza. Quisiera decirle “descansá en paz, ma”, como si fuera mi rito personal. Y acaso lo digo en un susurro del cual no soy consciente. Cuando por fin me voy, me digo que deberé tirar la foto que aún guardo recortada en una caja de zapatillas. La postal donde mi cara abraza esa ausencia que una vez me trajo al mundo.
Iván Wielikosielek
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