BLUES PARA UNA CALLE DE TIERRA
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Iván Wielikosielec
Tengo ante mí una foto de la calle Roque Sáenz Peña a principios de los ochenta. Y de no mediar el pavimento y un par de demoliciones (entre ellas, la de mi propia casa) el “boulevard” sigue siendo el mismo.
De chico me llamaba la atención que sus ojos de yeso ciego se fijaran contra la salida del sol blanco al fondo de la calle; es decir, mucho más atrás del cortadero de los Van Cauteren, como si cada amanecer se cociera a fuego lento entre aquellos ladrillos. Pero de cara al atardecer, la joven diosa me parecía mucho más triste, con los ojos nublados por esa penumbra que parecía venir desde el Polvorín, como la noche.
Veo, también, en mi paseo imaginario por el pasado, la antigua fachada azul de “las chicas Rossi”, esas mujeres que envejecieron frente a la estatua como ante un retrato de Dorian Grey maldito; uno que les absorbía la juventud y las dejaba solas y solteras en la puerta de hojas altas.
A veces, al salir de la escuela yo las saludaba y ellas me respondían con una amabilidad de otro siglo; cuando del interior del zaguán salía una fresca oscuridad desconocida para mí; un perfume a flores extrañas que a veces venía acompañado por un piano distante. Y yo me preguntaba cómo sería el interior de aquella casa.
Una vez me imaginé que, cuando cerraban esa puerta, “las chicas Rossi” se volvían jóvenes y bellas como la estatua del frente. Y que sólo aquel hombre que las aceptara como “viejas” durante el día, tendría el privilegio de poseerlas como “jóvenes” al caer la noche, entre flores nuevas, mientras ellas tocaban el piano desnudas y corrían por la casa. Me acuerdo que había escrito ese cuento en el secundario, pero la profesora de literatura no me hizo leer aquel día y lo tiré. Pero esa idea me quedó dando vueltas en la cabeza, distante como mi recuerdo de esas flores o la frescura de ese zaguán que ya no existe.
En la otra punta de la calle y frente a la casa de los Aquiles está la copa griega del cantero. Y cuando ganamos el mundial ´78, yo hacía que la levantaba sobre mi cabeza. Diez años después y cuando me fui a estudiar Letras a Córdoba, no podía creer que el máximo héroe griego se llamara “Aquiles” también, y que su historia hubiese sido contada no sólo por Homero sino también por copas idénticas, vasijas de alfarería helénica de un valor incalculable.
Toda mi vida pasada y futura estaban ahí, en mi calle; sólo que por ese entonces yo no lo sabía.
Pero la casa de los Aquiles fue demolida no hace mucho, junto al boliche del "Pirincho", que otrora fuese la casa del cura y antes, una parte del viejo hotel Mirgone, cuando las posadas del pueblo eran contigüas a la iglesia.
Los Aquiles supieron tener un boliche también, y yo solía jugar con el Jorge a las carreritas de caballos con un juguete en forma de calesita. Y nunca olvidaré el caballo rojo, de un color pura sangre contra el sol durante la siesta y rosadamente triste al caer la tarde, como un “overo rosado” moribundo.
También recuerdo (y aún la puedo ver) a la fachada de Casa Zinna, esa en cuya galería encristalada jugábamos a las figuritas con los chicos de la cuadra o nos guarecíamos melancólicamente de la lluvia, sin saber que estábamos generando recuerdos para un futuro intempestivo.
En la esquina de mi calle aún se levanta intacto y como en aquellos días, el Salón Parroquial. Techado a dos aguas en chapa roja y con vitrales de medialunas, allí funcionó la primera iglesia y también misionó Fray Mamerto Esquiú en 1882, según testimonia una placa de bronce. Pero también se casó en 1889 y con apenas 17 años Nigelia Caballero; sin saber que al poco tiempo se volvería de Mallorca a Ballesteros, convirtiéndose en símbolo de amor a su pueblo; ese que no cambió por un empresario europeo ni por todas las bondades de Europa.
Hasta esa esquina caminaba mi abuelo en tiempos de la foto, cuando el boulevard era de tierra y él ya empezaba a quedarse ciego. Iba de noche y con una linterna en dirección a oriente, como si quisiera llegar hasta el mismísimo cortadero de los Van Cautereen en busca de la luz perdida. Pero al llegar al salón, se volvía con sus pasos rengos y el cono de sombra ganándole sus pasos en la vereda.
Por esos tiempos ya se habían muerto las chicas Rossi, se había cerrado el boliche de Aquiles y nada quedaba de su negocio, al que había arrasado un temporal.
Sin embargo, estoy seguro que la estatua lo miraba al viejo como ahora me mira a mí; con sus ojos jóvenes y esa compasión que sólo tienen las diosas para con los mortales; esos hombres que vivimos en penumbras y envejecemos entre ruinas, sin los cristales de Casa Zinna que nos proteja de la inclemencia de este mundo.
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